Boedo, este es el barrio donde vivo ahora. Ubicado en la zona céntrica de Buenos de Aires. Llegué el 12 de diciembre preparada para vivir fuera de Colombia.
La casa donde vivo tiene un balcón
grande. Por las tardes me gusta sentarme afuera para ver el atardecer mientras escucho
música o me quedo en silencio. Justo al frente hay una casa café oscura de dos
pisos. El primer día noté que tenía luces navideñas, un detalle extraño pues
adornar las fachadas no es una costumbre extendida en Buenos Aires. No llegan
ni a diez el número de casas iluminadas que vi en diciembre.
Con el paso de los días la casa vecina
empezó a inquietarme. El prenderse y el apagarse de las luces fue el único
movimiento que observé por días. ¿Y dónde está la gente? Fui al balcón en las
mañanas, en las tardes y en las noches con la esperanza de ver un movimiento
distinto, pero el titilar automático de las luces era el único acontecimiento
importante en la dinámica del hogar. Estarán de viaje, supuse.
Un día, sentada en el
balcón mientras leía, presencié el primer movimiento humano en la casa. Se
abrió la puerta del garaje y vi la trompa de un carro asomarse. Después se
abrió la reja siguiente que separa el antejardín familiar de la calle. El carro
salió, las puertas se cerraron tras de sí y en segundos el carro llegó al
semáforo de la esquina. No pude ver la cara de nadie.
Las luces del
alumbrado se prenden y se apagan, se prenden y se apagan. Pero la navidad no
está en las luces automáticas, está en la gente. La pobre casa parece detenida
en el tiempo. Ajena al mundo que la rodea. Y pensé en las historias que se
escriben detrás de las ventanas, historias ocultas a la luz del día, historias
de luz eléctrica y de aire acondicionado, de puertas majestuosas y siempre
cerradas. Historias con escudo.
Y comencé a mirar con
detalle las otras casas y las otras puertas, los balcones y las ventanas.
¡Cuántos balcones hay en Buenos Aires! ¡Cuántas puertas hechas para gigantes!
Cada puerta es una obra de arte, una escultura con rostros tallados. Esta
ciudad tiene pasado. Casas que parecen reliquias. Patrimonios históricos donde
vive la gente.
¿Y qué pasa en los
balcones? Desde hace dos meses no he visto a nadie de la cuadra en una ventana
o mirando la ciudad desde los balcones. Soy la única extraña que mira los
árboles mecerse con el viento. ¡Sí, hay viento a pesar de los pronósticos! El
primer verano argentino me recibió dócil como si quisiera consentirme, atraparme
en esta ciudad, hogar de la memoria. Y seguiré en Buenos Aires con la ciudad de
la eterna primavera en mi sonrisa, porque Medellín no son las calles, ni el
metro, ni los buses de colores, Medellín es una manera de vivir, de mirar a la
gente.
Veo las fachadas de
las casas y de los apartamentos en Buenos Aires. Las rejas fueron creciendo en
los balcones. Si estás en un balcón así no podrías estirar la mano hacia la
calle para mojarte cuando llueve. Es como meterse en una jaula que vos mismo
has construido. Y si mirás el edificio completo, verás que cada balcón es como
una celda seguida de otra y de otra y de otra.
Y
hay jaulas pequeñas para los pájaros dentro de estos balcones. La primera vez
que vi uno así no pude más que reírme. Los pájaros encerrados por obligación;
las personas por miedo. No sirven las rejas, las puertas ni los candados para
ahuyentar el miedo, éste se cuela por las rendijas más pequeñas, en las voces
del teléfono, de la radio, en la mirada paranoica del vecino, en la historia de
un hermano al que robaron, en el recuerdo siempre latente del día en que te
quitaron algo que era tuyo, solo tuyo.
Y
entonces los delincuentes caminan libres por las calles mientras que vos estás
en tu casa, en tu pequeña fortaleza, protegido detrás de las rejas sintiéndote
glorioso. Solo algunos días sentís que sos vos quien está encerrado y no ellos
y te persigue la idea de que tu apartamento se parece más a una cárcel y que
tus vecinos, cuando los mirás asomándote desde la rejilla, parecen prisioneros
que duermen en pisos distintos al tuyo.
También
hay plantas en los balcones. Muchas plantas. Una matera tras otra, pequeñas
porciones de tierra cuidando enredaderas que escalan las paredes como
alpinistas. Plantas que cruzan campantes las rejas de los balcones y se meten
en las casas de los vecinos. Y entonces se cubren las rejas metálicas de hojas
verdes, esas rejas que construiste para poner tus límites, para que nadie
vulnere los centímetros de aire que te pertenecen.
Extraño
comportamiento tienen las plantas que regás todos los días y que cierta semana
se extendieron irreverentes hacia los costados burlándose de tus límites.
Esto
lo pienso mientras viene Daniel, el dueño de la casa y me mira sentada en el
balcón con el celular en la mano y… “Tené cuidado Susi cuando estés en el
balcón, capaz que te ve alguien y busca la manera de subirse para apurarte tus
cosas. Nunca ha pasado. Pero puede pasar. No sé cómo será en tu país, pero
aquí…”y mueve la cara de un lado para otro con las cejas empinadas…
En
segundos estoy en Colombia recordando el día en que intentaron robarme el
celular con un cuchillo. Y veo la cara del tipo metida en mis recuerdos
persiguiéndome por días, arrebatándome el sueño, la bendita inocencia de mirar
a la gente sin pensar que quieren hacerme algo malo.
Supe
con el tiempo que el hombre no se había robado el celular, pero sí le permití
que se llevara algo más importante. La tranquilidad de caminar por la calle sin
sentirme la escolta de mis cosas. En últimas, las cosas son para disfrutarlas,
no para ser esclavo de ellas.
Es
una cárcel el miedo, imán que atrae y materializa temores. Creador de
realidades construidas con recuerdos. Quien más se protege, más vulnerable se
siente porque el verdadero peligro nunca está afuera. La amenaza que tanto
aterra es un antiguo inquilino despertándose al interior de la jaula.