domingo, 12 de abril de 2015

Miedo en los balcones




Boedo, este es el barrio donde vivo ahora. Ubicado en la zona céntrica de Buenos de Aires. Llegué el 12 de diciembre preparada para vivir fuera de Colombia.


La casa donde vivo tiene un balcón grande. Por las tardes me gusta sentarme afuera para ver el atardecer mientras escucho música o me quedo en silencio. Justo al frente hay una casa café oscura de dos pisos. El primer día noté que tenía luces navideñas, un detalle extraño pues adornar las fachadas no es una costumbre extendida en Buenos Aires. No llegan ni a diez el número de casas iluminadas que vi en diciembre.

Con el paso de los días la casa vecina empezó a inquietarme. El prenderse y el apagarse de las luces fue el único movimiento que observé por días. ¿Y dónde está la gente? Fui al balcón en las mañanas, en las tardes y en las noches con la esperanza de ver un movimiento distinto, pero el titilar automático de las luces era el único acontecimiento importante en la dinámica del hogar. Estarán de viaje, supuse.

La casa es hermosa. Con ventanas y puertas de madera. Un garaje y un antejardín. Las ventanas son grandes pero siempre están cerradas. Las puertas son grandes, pero siempre están cerradas. Parece una casa sellada. Una fortaleza.



Un día, sentada en el balcón mientras leía, presencié el primer movimiento humano en la casa. Se abrió la puerta del garaje y vi la trompa de un carro asomarse. Después se abrió la reja siguiente que separa el antejardín familiar de la calle. El carro salió, las puertas se cerraron tras de sí y en segundos el carro llegó al semáforo de la esquina. No pude ver la cara de nadie.

Las luces del alumbrado se prenden y se apagan, se prenden y se apagan. Pero la navidad no está en las luces automáticas, está en la gente. La pobre casa parece detenida en el tiempo. Ajena al mundo que la rodea. Y pensé en las historias que se escriben detrás de las ventanas, historias ocultas a la luz del día, historias de luz eléctrica y de aire acondicionado, de puertas majestuosas y siempre cerradas. Historias con escudo.

Y comencé a mirar con detalle las otras casas y las otras puertas, los balcones y las ventanas. ¡Cuántos balcones hay en Buenos Aires! ¡Cuántas puertas hechas para gigantes! Cada puerta es una obra de arte, una escultura con rostros tallados. Esta ciudad tiene pasado. Casas que parecen reliquias. Patrimonios históricos donde vive la gente.



¿Y qué pasa en los balcones? Desde hace dos meses no he visto a nadie de la cuadra en una ventana o mirando la ciudad desde los balcones. Soy la única extraña que mira los árboles mecerse con el viento. ¡Sí, hay viento a pesar de los pronósticos! El primer verano argentino me recibió dócil como si quisiera consentirme, atraparme en esta ciudad, hogar de la memoria. Y seguiré en Buenos Aires con la ciudad de la eterna primavera en mi sonrisa, porque Medellín no son las calles, ni el metro, ni los buses de colores, Medellín es una manera de vivir, de mirar a la gente.


Veo las fachadas de las casas y de los apartamentos en Buenos Aires. Las rejas fueron creciendo en los balcones. Si estás en un balcón así no podrías estirar la mano hacia la calle para mojarte cuando llueve. Es como meterse en una jaula que vos mismo has construido. Y si mirás el edificio completo, verás que cada balcón es como una celda seguida de otra y de otra y de otra.




Y hay jaulas pequeñas para los pájaros dentro de estos balcones. La primera vez que vi uno así no pude más que reírme. Los pájaros encerrados por obligación; las personas por miedo. No sirven las rejas, las puertas ni los candados para ahuyentar el miedo, éste se cuela por las rendijas más pequeñas, en las voces del teléfono, de la radio, en la mirada paranoica del vecino, en la historia de un hermano al que robaron, en el recuerdo siempre latente del día en que te quitaron algo que era tuyo, solo tuyo.

Y entonces los delincuentes caminan libres por las calles mientras que vos estás en tu casa, en tu pequeña fortaleza, protegido detrás de las rejas sintiéndote glorioso. Solo algunos días sentís que sos vos quien está encerrado y no ellos y te persigue la idea de que tu apartamento se parece más a una cárcel y que tus vecinos, cuando los mirás asomándote desde la rejilla, parecen prisioneros que duermen en pisos distintos al tuyo.

También hay plantas en los balcones. Muchas plantas. Una matera tras otra, pequeñas porciones de tierra cuidando enredaderas que escalan las paredes como alpinistas. Plantas que cruzan campantes las rejas de los balcones y se meten en las casas de los vecinos. Y entonces se cubren las rejas metálicas de hojas verdes, esas rejas que construiste para poner tus límites, para que nadie vulnere los centímetros de aire que te pertenecen.

Extraño comportamiento tienen las plantas que regás todos los días y que cierta semana se extendieron irreverentes hacia los costados burlándose de tus límites.

¡Es tan hermoso Buenos Aires! ¡Poesía para mis ojos!




Esto lo pienso mientras viene Daniel, el dueño de la casa y me mira sentada en el balcón con el celular en la mano y… “Tené cuidado Susi cuando estés en el balcón, capaz que te ve alguien y busca la manera de subirse para apurarte tus cosas. Nunca ha pasado. Pero puede pasar. No sé cómo será en tu país, pero aquí…”y mueve la cara de un lado para otro con las cejas empinadas…

En segundos estoy en Colombia recordando el día en que intentaron robarme el celular con un cuchillo. Y veo la cara del tipo metida en mis recuerdos persiguiéndome por días, arrebatándome el sueño, la bendita inocencia de mirar a la gente sin pensar que quieren hacerme algo malo.

Supe con el tiempo que el hombre no se había robado el celular, pero sí le permití que se llevara algo más importante. La tranquilidad de caminar por la calle sin sentirme la escolta de mis cosas. En últimas, las cosas son para disfrutarlas, no para ser esclavo de ellas.


Es una cárcel el miedo, imán que atrae y materializa temores. Creador de realidades construidas con recuerdos. Quien más se protege, más vulnerable se siente porque el verdadero peligro nunca está afuera. La amenaza que tanto aterra es un antiguo inquilino despertándose al interior de la jaula.