miércoles, 13 de agosto de 2014

El metro, la última opción en mi lista

Desde hace varios años descubrí que el metro no desplazaría mi amor por los buses y no porque adore ver las calles de la ciudad desde una ventana y sentir el viento en mi cabello cuando viajo, sino por el número de vergüenzas que he pasado gracias a la Cultura Metro.

El primer sinsabor lo tuve hace varios años. Recuerdo que pagué el tiquete y caminé hacia la plataforma con la esperanza de encontrar una banca disponible, pero las cinco bancas que había estaban ocupadas.

¿Entonces que hice? Me recosté contra la pared y me deslicé hasta llegar al piso. No había terminado de cruzar las piernas cuando un policía comenzó a señalarme y a decir por el micrófono que estaba prohibido sentarse en el suelo para esperar el metro.

Mientras que él hablaba noté que la gente me miraba, unos con risa y otros con desaprobación. Así que me paré como un resorte.  ¡Actué mal!–me regañé mentalmente-.

En otra ocasión tuve la desgracia de sentir sed dentro del metro y para colmo tenía una botella de agua en la maleta. ¿Será que la saco y  me tomo rápido unos tragos? La tentación no fue más fuerte que la lección aprendida, así que esperé 30 minutos de viaje hasta Itagüí para calmar la sed. ¡Cuánto añoré el bus de Sabaneta!

Que no hable fuerte, que no tararee canciones, que cuide el volumen de la risa, que no se siente en el suelo, que no espere a nadie sentado en las bancas… La verdad es que he disfrutado muchas de las normas en el metro, entre ellas, aquella que dice “Despeje el área de las puertas: permita la salida y el ingreso de los demás usuarios”. –Frase que refresca al recordar los infortunios que tiene que pasar un bogotano para entrar o salir del Transmilenio. Pero también he padecido otras normas como aguantar el cansancio, la sed y el hambre sin entender muy bien de qué manera afecto la paz del otro cuando me tomo un trago de agua o cuando me siento en el piso para aliviar el dolor de espalda o de pies.

Curiosamente hay otras acciones que se repiten día tras día y con las que no parece existir problema. Permitir que los usuarios que esperan en las plataformas se embutan (no encuentro otra palabra más acertada) en vagones que ya vienen repletos de gente. No sé si será una preferencia extraña, pero afecta más mi paz sentir un par de codos incrustados en brazos y costillas que ver a una persona que toma agua o se come un par de chitos mientras viaja.

Y no es que quiera ver el metro lleno de basura, al contrario, es agradable la limpieza, pero si el trabajo educativo del metro ha demostrado ser tan exitoso. ¿No será posible sensibilizar a la gente para que bote la basura dentro de recipientes destinados para esto?

Escribir estas líneas es una osadía. He tenido la sensación de que meterse con el metro de Medellín es como mentarle la madre a alguien quizá porque éste se ha convertido en el ícono de desarrollo de la ciudad. La Medellín competitiva, innovadora que siempre va un paso adelante. Nada genera más pasiones que meterse con la vanidoteca de una ciudad como la nuestra.

Sin embargo he decidido soltarme y compartir una parte de mi experiencia aunque después venga la lluvia de tomates.

Con todo lo que he dicho, no estoy desconociendo el papel que juega el metro en la configuración de la ciudad, de hecho, gracias a él he podido conectar y conocer lugares que antes parecían aislados en mi mente. El papel del metro cable y de las rutas integradas mejoran la vida de las personas que ahora se demoran menos llegando a sus destinos sin gastar mucho dinero. Además  valoro  su sistema eléctrico compatible con el cuidado del ambiente.

Mis inquietudes no tienen que ver con el servicio que presta el metro, sino con algunas de sus políticas que en aras de perpetuar el orden dejan de lado las condiciones y contextos en los que los ciudadanos utilizamos este transporte.

Quizá parezca exagerado, pero cuando entro al metro no puedo evitar sentir que cada acción que realizo es supervisada y clasificada meticulosamente como correcta  o incorrecta. Me parece gracioso recordar algo que viví hace días, cuando -sentada en uno de los vagones- decidí sacar un confite del bolso para comérmelo. Cuando lo tenía entre las manos, a la vista de los pasajeros que iban de pie, sentí temor de que alguien me llamara la atención. Entonces abrí el confite con rapidez, guardé el papelito en un bolsillo y saboreé por menos de dos minutos la amargura de la culpa.

No son pocas las veces que me he sentido como una delincuente por temas como éste, sin embargo, con lo que digo, no estoy  sugiriendo que se supriman las normas de comportamiento; soy consciente de que para convivir hay que llegar a acuerdos donde el respeto medie en la relación con los otros. Pero la idea no es llevar las normas a tal grado de arbitrariedad que el comerse un confite en un transporte público parezca un acto de rebeldía que atenta contra el bienestar colectivo.

Ya sé que los ciudadanos son libres de elegir los medios de transporte que más les guste. Por esto seguiré prefiriendo a los buses siempre que no tenga que tomar tres de éstos para llegar a mi destino pues es indudable que las posibilidades que da el metro no las ofrece ningún medio de transporte público. Así que, cuando no exista una opción más útil que el metro, será bueno tener presentes las siguientes claridades:

·       El metro no es un punto de encuentro, sino de desencuentro. Si quiere reunirse con un amigo, procure esperarlo fuera de la estación: en las bancas de la plataforma no es permitido esperar a nadie y en la zona de espera, donde están los torniquetes, no hay bancas para sentarse. Si tiene problemas para esperar de pie y sin recostarse a los muros, salga de la estación antes de que lo saquen.

·      Los usuarios ideales para el metro son las personas que no sueltan carcajadas, no les da hambre, no tosen, no se cansan y aman el silencio … Evite caer en comportamientos incultos y excesivos.