Desde hace varios años descubrí que
el metro no desplazaría mi amor por los buses y no porque adore ver las calles
de la ciudad desde una ventana y sentir el viento en mi cabello
cuando viajo, sino por el número de vergüenzas que he pasado gracias a la
Cultura Metro.
El primer sinsabor lo tuve hace
varios años. Recuerdo que pagué el tiquete y caminé hacia la plataforma con la
esperanza de encontrar una banca disponible, pero las cinco bancas que había
estaban ocupadas.
¿Entonces que hice? Me recosté
contra la pared y me deslicé hasta llegar al piso. No había terminado de cruzar
las piernas cuando un policía comenzó a señalarme y a decir por el micrófono
que estaba prohibido sentarse en el suelo para esperar el metro.
Mientras que él hablaba noté que
la gente me miraba, unos con risa y otros con desaprobación. Así que me paré
como un resorte. ¡Actué mal!–me regañé mentalmente-.
En otra ocasión tuve la desgracia
de sentir sed dentro del metro y para colmo tenía una botella de agua en la
maleta. ¿Será que la saco y me tomo
rápido unos tragos? La tentación no fue más fuerte que la lección aprendida,
así que esperé 30 minutos de viaje hasta Itagüí para calmar la sed. ¡Cuánto
añoré el bus de Sabaneta!
Que no hable fuerte, que no
tararee canciones, que cuide el volumen de la risa, que no se siente en el
suelo, que no espere a nadie sentado en las bancas… La verdad es que he
disfrutado muchas de las normas en el metro, entre ellas, aquella que dice “Despeje el área de las puertas: permita la
salida y el ingreso de los demás usuarios”. –Frase que refresca al recordar
los infortunios que tiene que pasar un bogotano para entrar o salir del
Transmilenio. Pero también he padecido otras normas como aguantar el cansancio,
la sed y el hambre sin entender muy bien de qué manera afecto la paz del otro
cuando me tomo un trago de agua o cuando me siento en el piso para aliviar el
dolor de espalda o de pies.
Curiosamente hay otras acciones
que se repiten día tras día y con las que no parece existir problema. Permitir
que los usuarios que esperan en las plataformas se embutan (no encuentro otra
palabra más acertada) en vagones que ya vienen repletos de gente. No sé si será
una preferencia extraña, pero afecta más mi paz sentir un par de codos incrustados
en brazos y costillas que ver a una persona que toma agua o se come un par de
chitos mientras viaja.
Y no es que quiera ver el metro
lleno de basura, al contrario, es agradable la limpieza, pero si el trabajo
educativo del metro ha demostrado ser tan exitoso. ¿No será posible
sensibilizar a la gente para que bote la basura dentro de recipientes
destinados para esto?
Escribir estas líneas es una osadía.
He tenido la sensación de que meterse con el metro de Medellín es como mentarle
la madre a alguien quizá porque éste se ha convertido en el ícono de desarrollo
de la ciudad. La Medellín competitiva, innovadora que siempre va un paso
adelante. Nada genera más pasiones que meterse con la vanidoteca de una ciudad
como la nuestra.
Sin embargo he decidido soltarme
y compartir una parte de mi experiencia aunque después venga la lluvia de
tomates.
Con todo lo que he dicho, no
estoy desconociendo el papel que juega el metro en la configuración de la
ciudad, de hecho, gracias a él he podido conectar y conocer lugares que antes
parecían aislados en mi mente. El papel del metro cable y de las rutas
integradas mejoran la vida de las personas que ahora se demoran menos
llegando a sus destinos sin gastar mucho dinero. Además valoro su sistema eléctrico compatible con el cuidado
del ambiente.
Mis inquietudes no tienen que ver
con el servicio que presta el metro, sino con algunas de sus políticas que en
aras de perpetuar el orden dejan de lado las condiciones y contextos en los que
los ciudadanos utilizamos este transporte.
Quizá parezca exagerado, pero
cuando entro al metro no puedo evitar sentir que cada acción que realizo es
supervisada y clasificada meticulosamente como correcta o incorrecta. Me parece gracioso recordar
algo que viví hace días, cuando -sentada en uno de los vagones- decidí sacar un
confite del bolso para comérmelo. Cuando lo tenía entre las manos, a la vista
de los pasajeros que iban de pie, sentí temor de que alguien me llamara la
atención. Entonces abrí el confite con rapidez, guardé el papelito en un
bolsillo y saboreé por menos de dos minutos la amargura de la culpa.
No son pocas las veces que me he
sentido como una delincuente por temas como éste, sin embargo, con lo que digo,
no estoy sugiriendo que se supriman las
normas de comportamiento; soy consciente de que para convivir hay que llegar a acuerdos
donde el respeto medie en la relación con los otros. Pero la idea no es llevar
las normas a tal grado de arbitrariedad que el comerse un confite en un
transporte público parezca un acto de rebeldía que atenta contra el bienestar
colectivo.
Ya sé que los ciudadanos son
libres de elegir los medios de transporte que más les guste. Por esto seguiré prefiriendo a los buses siempre que no
tenga que tomar tres de éstos para llegar a mi destino pues es indudable que
las posibilidades que da el metro no las ofrece ningún medio de transporte
público. Así que, cuando no exista una opción más útil que el metro, será bueno
tener presentes las siguientes claridades:
· El metro no es un punto de encuentro, sino de
desencuentro. Si quiere reunirse con un amigo, procure esperarlo fuera de la
estación: en las bancas de la plataforma no es permitido esperar a nadie y en
la zona de espera, donde están los torniquetes, no hay bancas para sentarse. Si tiene problemas para
esperar de pie y sin recostarse a los muros, salga de la estación antes de que
lo saquen.
· Los usuarios ideales para el metro son las
personas que no sueltan carcajadas, no les da hambre, no tosen, no se cansan y aman el silencio … Evite caer en comportamientos incultos y
excesivos.