miércoles, 13 de agosto de 2014

El metro, la última opción en mi lista

Desde hace varios años descubrí que el metro no desplazaría mi amor por los buses y no porque adore ver las calles de la ciudad desde una ventana y sentir el viento en mi cabello cuando viajo, sino por el número de vergüenzas que he pasado gracias a la Cultura Metro.

El primer sinsabor lo tuve hace varios años. Recuerdo que pagué el tiquete y caminé hacia la plataforma con la esperanza de encontrar una banca disponible, pero las cinco bancas que había estaban ocupadas.

¿Entonces que hice? Me recosté contra la pared y me deslicé hasta llegar al piso. No había terminado de cruzar las piernas cuando un policía comenzó a señalarme y a decir por el micrófono que estaba prohibido sentarse en el suelo para esperar el metro.

Mientras que él hablaba noté que la gente me miraba, unos con risa y otros con desaprobación. Así que me paré como un resorte.  ¡Actué mal!–me regañé mentalmente-.

En otra ocasión tuve la desgracia de sentir sed dentro del metro y para colmo tenía una botella de agua en la maleta. ¿Será que la saco y  me tomo rápido unos tragos? La tentación no fue más fuerte que la lección aprendida, así que esperé 30 minutos de viaje hasta Itagüí para calmar la sed. ¡Cuánto añoré el bus de Sabaneta!

Que no hable fuerte, que no tararee canciones, que cuide el volumen de la risa, que no se siente en el suelo, que no espere a nadie sentado en las bancas… La verdad es que he disfrutado muchas de las normas en el metro, entre ellas, aquella que dice “Despeje el área de las puertas: permita la salida y el ingreso de los demás usuarios”. –Frase que refresca al recordar los infortunios que tiene que pasar un bogotano para entrar o salir del Transmilenio. Pero también he padecido otras normas como aguantar el cansancio, la sed y el hambre sin entender muy bien de qué manera afecto la paz del otro cuando me tomo un trago de agua o cuando me siento en el piso para aliviar el dolor de espalda o de pies.

Curiosamente hay otras acciones que se repiten día tras día y con las que no parece existir problema. Permitir que los usuarios que esperan en las plataformas se embutan (no encuentro otra palabra más acertada) en vagones que ya vienen repletos de gente. No sé si será una preferencia extraña, pero afecta más mi paz sentir un par de codos incrustados en brazos y costillas que ver a una persona que toma agua o se come un par de chitos mientras viaja.

Y no es que quiera ver el metro lleno de basura, al contrario, es agradable la limpieza, pero si el trabajo educativo del metro ha demostrado ser tan exitoso. ¿No será posible sensibilizar a la gente para que bote la basura dentro de recipientes destinados para esto?

Escribir estas líneas es una osadía. He tenido la sensación de que meterse con el metro de Medellín es como mentarle la madre a alguien quizá porque éste se ha convertido en el ícono de desarrollo de la ciudad. La Medellín competitiva, innovadora que siempre va un paso adelante. Nada genera más pasiones que meterse con la vanidoteca de una ciudad como la nuestra.

Sin embargo he decidido soltarme y compartir una parte de mi experiencia aunque después venga la lluvia de tomates.

Con todo lo que he dicho, no estoy desconociendo el papel que juega el metro en la configuración de la ciudad, de hecho, gracias a él he podido conectar y conocer lugares que antes parecían aislados en mi mente. El papel del metro cable y de las rutas integradas mejoran la vida de las personas que ahora se demoran menos llegando a sus destinos sin gastar mucho dinero. Además  valoro  su sistema eléctrico compatible con el cuidado del ambiente.

Mis inquietudes no tienen que ver con el servicio que presta el metro, sino con algunas de sus políticas que en aras de perpetuar el orden dejan de lado las condiciones y contextos en los que los ciudadanos utilizamos este transporte.

Quizá parezca exagerado, pero cuando entro al metro no puedo evitar sentir que cada acción que realizo es supervisada y clasificada meticulosamente como correcta  o incorrecta. Me parece gracioso recordar algo que viví hace días, cuando -sentada en uno de los vagones- decidí sacar un confite del bolso para comérmelo. Cuando lo tenía entre las manos, a la vista de los pasajeros que iban de pie, sentí temor de que alguien me llamara la atención. Entonces abrí el confite con rapidez, guardé el papelito en un bolsillo y saboreé por menos de dos minutos la amargura de la culpa.

No son pocas las veces que me he sentido como una delincuente por temas como éste, sin embargo, con lo que digo, no estoy  sugiriendo que se supriman las normas de comportamiento; soy consciente de que para convivir hay que llegar a acuerdos donde el respeto medie en la relación con los otros. Pero la idea no es llevar las normas a tal grado de arbitrariedad que el comerse un confite en un transporte público parezca un acto de rebeldía que atenta contra el bienestar colectivo.

Ya sé que los ciudadanos son libres de elegir los medios de transporte que más les guste. Por esto seguiré prefiriendo a los buses siempre que no tenga que tomar tres de éstos para llegar a mi destino pues es indudable que las posibilidades que da el metro no las ofrece ningún medio de transporte público. Así que, cuando no exista una opción más útil que el metro, será bueno tener presentes las siguientes claridades:

·       El metro no es un punto de encuentro, sino de desencuentro. Si quiere reunirse con un amigo, procure esperarlo fuera de la estación: en las bancas de la plataforma no es permitido esperar a nadie y en la zona de espera, donde están los torniquetes, no hay bancas para sentarse. Si tiene problemas para esperar de pie y sin recostarse a los muros, salga de la estación antes de que lo saquen.

·      Los usuarios ideales para el metro son las personas que no sueltan carcajadas, no les da hambre, no tosen, no se cansan y aman el silencio … Evite caer en comportamientos incultos y excesivos.








viernes, 4 de julio de 2014

Medellín en la 70

El cielo pasa del azul claro al oscuro. Sentada en una acera, en la entrada de la Bolivariana, alzo la mirada y comprendo que caminaremos bajo la transición, bajo una explosión de colores que se desvanecerán sin resistencia hasta llegar al negro. ¿Brillarán las estrellas sobre Medellín? ¿Quiénes alzarán sus cabezas para contemplarlas?

Tomo apuntes en mi libreta siguiendo las ideas de Luz Marina, una compañera que me cuenta cuáles son los objetivos del recorrido. Habla rápido y en voz baja mientras el profesor da otras indicaciones diferentes a las que dio en la clase pasada a la que no pude asistir. Con las últimas palabras del profesor me paro y paso la calle. Doy unos pasos al lado de Juanda y después nos separamos. 

“Bueno, debo encontrar un tema, el enfoque” y miro la película que se proyecta antes mis ojos fiscalizando mensajes publicitarios, caras tristes y cansadas, cervezas y buses, lluvia y sudor. El primer mensaje me lo da una bomba de gasolina que me dice “Maneje con confianza”. ¡No conoce la publicidad mi experiencia con la conducción!

Y entonces veo mi carro en Sabaneta, siempre estacionado y viendo las horas pasar en la oscuridad de su parqueadero. ¿Qué pensará de mí cuando prefiero a los buses por encima de él? ¿Qué diría el publicista de la bomba si le cuento que abandoné la conducción porque jamás pude sentirme segura, en confianza? ¿Qué cara haría si le cuento que la ciudad se me llenó de miedo tras volante, que el tiempo parecía el peor verdugo de las personas con carro? Cuánto detesté esa ciudad de la rapidez sin sentido y de la amable exclamación que recibí aquel día cuando se me apagó el carro en una loma: “¡Esta hijueputa tenía que ser mujer!”. ¡Cuánto me hirió esa ciudad que después de un choque se preguntó primero por los daños del carro y después por las personas! Medellín con corazón de lata.

Apunto la frase de la bomba en una libreta sintiendo que alguien me observa. Dejo la frase a medias y veo a una mujer joven de expresión cansada que me mira sosteniendo una caja de confites. Busco dinero en el bolsillo pequeño de mi maleta y encuentro un billete de cinco mil que pongo a su alcance. Ella me da los confites y me entrega cuatro billetes de mil que juntos parecen conformar una bola de papeles arrugados por un escritor furioso. Me pregunto si no hay un mensaje implícito en esta devuelta, si el estado de los billetes fue algo intencionado, una burla de la mujer hacia mí. Con asombro le sonrío y trato de desenredar los billetes. Al comprender que la tarea no será fácil abro el bolso y suelto los billetes que caen como basura sobre la billetera.

Camino un poco aturdida sumergiéndome en la 70 de los bares, de las señoras elegantes que esconden los años con maquillaje y cirugías, en la 70 seductora que te invita con cada paso a hacer algo: “Oye bonita”, “Baila Conmigo”, “Déjame que te cuente”. Los letreros de los bares me hablan de tú, me invitan a entrar. Coquetean conmigo.

Los postes me dicen que me afilie a salud y pensión en letras mayúsculas como una advertencia menos seductora, pero más fatal y definitiva. Los postes de la luz son gritos de concreto. ¿Cuántos mensajes tendrán  para darme?

El azul del cielo se oscurece un poco más. Me pregunto cómo podré describir este tono, si existirá una palabra para separar este azul de otros cientos de azules. Allí debe entrar la poesía -me digo- para nombrar lo innombrable, para acercarnos a la esencia intangible de las cosas.

¿Y entonces cómo es este azul? como la caricia fría del viento cuando miras hacia el mar, como la sencillez de una flor que explota en mil colores desde el antejardín de una casa. ¿Alguien tendrá tiempo para mirar al cielo en esta ciudad de pitos y relojes?

Llego a un mall de comidas rápidas y decido sentarme. Anoto en mi libreta  las observaciones del recorrido y alzo la mirada segundos después para concentrarme en la gente. Pasa un hombre joven con un labrador cachorro que tira juguetonamente de la cadena con la boca, mira a su amo con alegría, reclama su libertad sin sufrimiento. Convierte a la cadena en un juego, en un instrumento para acercarse al corazón de su amo.

Después entra a la escena un hombre con una cabeza de toro. Los cachos embisten a las personas que caminan sobre la pasarela de concreto. Pero no hay tiempo para asustarse con pequeñeces, con la excentricidad de un vendedor ambulante. Ni la imagen más pintoresca puede combatir con el adormecimiento de una ciudad cansada de trabajar, trabajar y trabajar.

Se me acerca una señora que dice tener 84 años. Me implora que tenga compasión de ella. Entonces encuentro una moneda de 500 y se la doy. Esto es la compasión para ti Medellín, mi ciudad de miserias oscuras, de injusticias bajo tus cielos.

Pasa un señor con un robot estampado en la camisa. Todas las personas caminan ante mí como si se proyectara una película de mil protagonistas, casi todos sudan y clavan la mirada varios pasos adelante. Siempre van para adelante. El objetivo de su camino es el final. ¿Y quién mira hacia el cielo?

Pasa un señor con dos barras metálicas que golpea intencionalmente anunciando que vende encalambras a quinientos pesos, tal vez a mil. Quise preguntarle cuánto valía un corrientazo, pero me dio miedo que me diera una muestra gratuita sin habérsela pedido. ¡Tu vida mi ciudad, una relación amorosa con la muerte!

Cuatro policías caminan en manada y se quedan mirándome. ¿Seré sospechosa de algo? ¿Estaré maquinado un plan subversivo con mi libreta de apuntes? ¿Qué demonios es lo que miro? ¿Querré asaltar a alguien del cajero?

Percibo que la gente me mira con curiosidad. “¿Y ésta que hace ahí sola? ¿Qué anotará? ¿Qué tenemos nosotros de raro?”. Los cachos del toro no sacan a nadie de la rutina, pero la presencia observadora perturba, los actores de la obra miran hacia el público y recuerdan que están actuando.

Me paro. Camino hacia otro poste de la luz y leo un anuncio: “Mentalista y clarividente. Salud-Dinero-Amor. Atraemos a ser amado, en horas dominado a sus pies. Impotencia y frigidez. Experto en enfermedades desconocidas. Por la consulta reclame completamente gratis secreto numerológico del dólar y el perfume del amor. Teléfono 230 76 97”.

Trato de imaginar cómo es la oficina del mentalista. La imagino roja y llena de humo. ¿Qué historias se escribirán en ese lugar?

Miro un paradero de buses. Sobre la pantalla publicitaria, al lado derecho de la caseta, se mueven muchas burbujas hacia arriba como si miraras un vaso con gaseosa. Me siento efervescente. Maltis, dice arriba de la pantalla. Asombrosos los avances de la publicidad siempre arrancándote una mirada, dándote una sensación, invitándote a la compra. Me siento burbujita de gas que corre entre el agua para llegar a la cima, persigo mi aniquilación, la pérdida de mi identidad, el abrazo del aire que anula las fronteras de mi cuerpo de burbuja.

Y sigue la 70 con su música, con bares de reggaetón, salsa, vallenato y música de los años 60. Sigue la 70 con su cantidad de hoteles: El Mediterráneo, Gaudí, Lukas, Laureles 70. Siguen abiertas las droguerías, las  panaderías, los restaurantes, el Éxito.

Continúo el camino. Con cada paso estoy más cerca de la estación del metro. El andén se llena de artesanos: veo collares, aretes, plumas, bolsos y zapatos. Un señor hace figuras con un alambrito de metal. Tres jóvenes lo miran descubriendo la imagen que desarrolla con destreza: una flor con cuerpo de lata.

Llego a una esquina y me siento cansada. Pasaré la calle y desharé mis pasos hasta llegar a la universidad. ¿En cuál esquina estoy? En la esquina donde un señor me dijo ¡Niña, la estaba esperando! (Hablándome con la intención de venderme unos zapatos). Sí, esa es mi ciudad, una ciudad de historias sin nomenclatura.

Paso la calle y me pregunto por el tiempo. ¿Cuánto habrá pasado? ¿Llegaré tarde al punto de encuentro con mis compañeros? Dejo atrás las discotecas, camino más rápido sintiendo que en mi recorrido olvidé el conteo del segundero: uno, dos, tres, cuatro hasta llegar a 60. ¿Cuántos minutos han pasado?

Sobre la calle principal pasa un muchacho en patineta, llega a un punto de cruce entre cuatro vías como si estuviera parado en el centro del signo más. Pero el peligro no lo detiene y toma más impulso descargando su pie izquierdo con fuerza sobre la calle y volviendo a montarlo en la patineta. ¡Esto es tenerse confianza! –pienso- y los carros se detienen y los conductores pitan con rabia y el muchacho se ríe de ellos dejándolos atrás. El muchacho ganó varios segundos y los conductores los perdieron. Aman el tiempo, odian el tiempo. Sus corazones laten al ritmo del reloj. ¿Para dónde van? ¿Quién los espera? ¿Quién les hace sentir que la felicidad  está varias cuadras más allá?

Llueve. Me caen goteras en la cara. Miro a tres costeños que están sentados en un bar mirando dos hojas con gráficos y cifras. ¿Les irá bien en el negocio? Uno de ellos tiene el ceño arrugado y los otros lo miran en silencio. Sumas y restas de la tristeza.

Atravieso San Juan y veo en la esquina a un hombre sentado bajo un árbol. Una guitarra descansa sobre sus piernas. Espera. Mira el reloj. Los carros circulan. Él mira con esperanza a la gente que pasa, pero nadie lo mira a él. ¿Vendrá alguien a buscarlo? ¿Cantará hoy para un grupo de amigos? Imagino que lo recogen en una camioneta, él se monta con una sonrisa en la cara y llegan a una casa en Envigado. Allá se baja y afina la guitarra. Se lanza al vacío de compartirse con cuatro desconocidos. ¡Ojalá que no le pidan descuento por sus canciones! -me digo- creyéndome la historia y sintiendo que de mi propia imaginación surgen historias que toman independencia revelándose ante mí y ante mis deseos. 

Camino y camino cada vez más rápido. Sudo y la brisa me abraza, me cubre. Miro hacia el otro lado de la calle y una odontología me dice que Sonría.

Ahora estoy mirando La Tienda, un restaurante con decoración recargada y campesina. En la entrada hay un letrero que haría gritar a un profesor de español. Dice Vienbenidoz saltándose todas las reglas ortográficas. Si entras allí es porque vas a olvidar la rigidez de tu vida, del trabajo, de los horarios de oficina. Dos ejecutivos conversan en una de las mesas exteriores  y toman cerveza. Me miran con curiosidad y se detienen en mi libreta de apuntes. Intuyo en sus miradas que quieren invitarme a una cerveza entonces camino más rápido. No quiero que me arrebaten esta soledad, este viaje sin distancia hacia el silencio.

Me siento más adelante junto a un árbol. Reviso el celular y está temprano. Respiro profundo y me tranquilizo. No tengo afán.

Una mujer alta, esbelta, de facciones delicadas camina de un lado a otro hablando por celular. Tiene las piernas firmes y sensuales. Un dominio de los tacones que envidio. El cabello recogido me hace pensar en las azafatas. Esta mujer hace volar a los hombres: ella es el viaje y el destino. Entonces me concentro, le bajo el volumen a los pitos de los carros, al vallenato que resuena desde La Tienda y voy hacia esa voz dulce y femenina. ¿Qué dice? Las palabras se confunden, giran y giran como una hélice. Estoy mareada. Cuando quiero desistir, cuando me rindo ante el deseo de escucharla, la ciudad se detiene. Medellín se vuelve silencio y solo está ella que pronuncia las palabras mágicas: “Mueve tus influencias” así le dice a quien la escucha. Imagino que es un hombre porque utiliza un tono suave y agresivo, un silencio pícaro, una risa maliciosa.

Me paro y paso la calle. Me sentaré en una silla y veré la brisa caer. Sentiré su caricia fría y húmeda sobre la cara, sobre las manos, en la cabeza. Pasan pocas personas. Alzo la mirada y el negro ya se ha apoderado de la ciudad. Cae la noche sobre Medellín devorando todos los colores y las sombras. Me entrego a la muerte, a la oscuridad que nos abraza y tranquiliza. Hoy no hay estrellas.

Incrementa la lluvia. Miro hacia el teléfono público y veo al profesor escondiéndose de mí. Utiliza el teléfono como una armadura. Vibra mi celular anunciando que alguien me piensa lejos de este lugar o… ¿estará aquí?  ¿Mirándome?

Ya no resisto la lluvia ni la sed. Una vez más me paro y paso por el teléfono público, pero el profesor ha desaparecido. Se lo tragó la bocina. La visión me llegó de repente y lo vi allí parado frente al teléfono evaporándose, perdiendo su consistencia. Y de pronto su alma nadaba en una fuente de posibilidades, de relaciones virtuales, de muchas ilusiones.

Llegué a la esquina y me acerqué a una tienda. Algunas personas en las mesas tomaban café y comían pasteles. Me acerqué al mostrador y no había nadie. Esperé unos minutos y nadie apareció. ¡Cuántas cosas quieres venderme Medellín y ahora que quiero comprarte te has ido!  

Esta noche me mostraste tus destrezas de publicista. Tú no vendes tratamientos odontológicos, vendes sonrisas, tú no vendes gasolina, vendes confianza, tu gran cadena de súper mercados se llama Éxito porque el éxito para ti es una cuestión de compra y venta. Pero cuánto te quiero Medellín y tú lo sabes, porque todo lo que amo siempre me lo das gratuito.

Veo a Juanda en una pizzería con varios compañeros. Camino hacia ellos y me siento en la mesa. Pasan los minutos y llegan más personas de la clase. ¿Regresará el profesor de su sueño nocturno? ¿Se lo habrán robado las ilusiones, le habrán borrado el camino?... No, parece que allí viene y con una sonrisa. Durante la conversación que mantenemos con el grupo sobre el recorrido nos ha contado que le obsesionan los teléfonos públicos y que su relato de la 70 tuvo ese punto de partida.  Se preguntó por las historias que habían pasado por el teléfono, por lo que pasó, lo que no pasó, lo que podría pasar y lo que va a pasar ineludiblemente.

Aplaudí mucho cuando terminó su relato y segundos después me encontré pensando en el enfoque que tendría mi texto. ¿Cuándo lo escribiría? ¿Sería capaz de hacer algo decente? Bueno Susana, por un momento concéntrate - me dije- Párate ya, aguántate la sed y toma un bus que te deje en Sabaneta. Mira el cielo sin estrellas de la noche y deja que este frío te arrebate los deseos, deja que tus sueños se ahoguen bajo la lluvia, no insultes a la noche con tus sueños de aire. Entrégate a la magia de esta ciudad que tanto te quiere. Sumérgete en la fantasía de esta ciudad bajo el abismo, embriágate en la sordidez de sus miserias, nada entre los pitos de sus afanes, róbale una sonrisa al que te mira y no mires más hacia el suelo, no sudes más por hoy, regálale una mirada a ese cielo que nadie quiso mirar en esta noche.






martes, 27 de mayo de 2014

Medellín tú que llevas dentro


Medellín tú que llevas dentro mi tristeza, que me asfixias con el humo inagotable de tu autodesprecio, que ahogas las montañas con tus ríos de edificios, que atraviesas mi corazón con tus miserias grises, tu pasión por el dinero. Tendré amor para ti en la oscuridad de tus mañanas, en tus fronteras invisibles, en tus casas de papel y desarraigo.

Medellín tú que llevas dentro mis ilusiones, tú que aplastas mi alma gritándome que no soy nadie para tu mañana. Me dices que mire hacia adelante, siempre hacia adelante. Tus empresas de esperanzas me venden sueños inciertos; pero sabes que prefiero amarte ahora como eres y por eso me desprecias. No hay trabajo para mí en tus colonias de edificios que cada día me roban más tus cielos grises, tus montañas dulces.

Te he visto flirteando con los críticos que te odian entre libros, gafas y pastillas para el dolor de cabeza. Eres masoquista porque adoras las mentes que te aplastan, que te olvidan, que no saben apreciarte en tu belleza y entonces te arrastras por los cielos para conquistar los corazones que no nacieron para amarte. Te gustan los retos, mujer rebelde, mi amor desinteresado no puede seducirte.

Pero aquí estaré viendo cómo caminas en tacones, cómo llenas tu cuerpo de silicona para aumentar las curvas de tus ambiciones sin sentido, miraré tus lentes de contacto intuyendo la luz que llevas dentro, imaginaré tu rostro sin disfraces y te miraré desnuda aunque no lo quieras. Si puedo amar tus máscaras, cómo podría dejar de amarte en tu piel, en tu verdad, en el olor de tu alma.

Te quiero Medellín en tus delirios de grandeza, en tus verdades a medias, me compadezco de ti en la furia con la que golpeas a los periodistas. He aprendido a amar la verdad en medio de tu esquizofrenia, en tu viaje hacia el vacío entre las montañas.

He aprendido a querer mi soledad gracias a tus desprecios. Deja que mi alegría insulte tu ego de diosa oscura y entiende que puedo vivir sin ti, que tu atención no la necesito. Tal vez multipliques mi tamaño, pero nunca mi poder. Y con mi poder siempre elegiré quererte porque es inútil odiarte, inútil sufrirte. No creas que seré una más de tus víctimas.

En tus montañas llevas dentro el fuego de mis amores, las cenizas de los besos que brotan como semillas sobre la tierra oscura. Tú abrazas mi alma en las miradas de los niños, en las canciones que nacen en la profundidad de tu cuerpo, en los escultores que encuentran tu corazón de azúcar en el interior de las piedras.

Medellín, mi luz, mi poesía, mi madre. Te prestaré mi corazón para quererte siempre, me quedaré contigo cuando todos te abandonen, cuando los deseos que has sembrado en tu publicidad enferma te dejen sola para siempre, no sospechaste que tu fábrica de sueños te haría pequeña ante tus hijos,  los que tanto amaste,  los que ahora te dejan.

Resistiré contigo cuando te arranquen las cortinas, escucharé el silencio que tendrá que ser tu lenguaje. Ya no te justifiques más, no es necesario, entrégate al silencio y deja  que arrase con tus mentiras.

Prometo estar contigo cuando comprendas que tus edificios nunca han crecido hacia el cielo, solo hacia el deseo terco de tus ambiciones. Ya no giraré más sobre tus templos comerciales que juran venderme sonrisas a cambio de ilusiones. Tu tesoro no está en el Tesoro, Unicentro no es el único centro. Tus centros comerciales no me arrastrarán hacia la religión que tanto has defendido, ya no creeré más en tus amores de vidrio, de cuentas por pagar y de tarjetas de crédito.   

Tal vez estés cansada y quieras entrégate conmigo a la noche para dejar que el frío se derrame sobre tus heridas de lava. Quítate el acero que cargas sobre la cintura, deja que el viento acaricie las pieles intranquilas de los que asfixias con tus miserias.

Entrégate conmigo a la noche y dejemos que la muerte nos renueve, nazcamos juntas al atardecer y miremos las noches líquidas, los ojos de luz que nos observan desde el universo. Escribamos en el desarrollo eterno de nuestras historias poemas para los dioses de otros planetas.










domingo, 18 de mayo de 2014

No hables




No hables,
Hoy quiero escuchar el silencio que vive en tu mirada
¿Qué dirá tu silencio?
¿A que sabrá nuestro silencio?

No hables,
Olvídate  por hoy del mundo,
De los libros, de tus muertes,
De los besos que cargas en tu piel,
No me ahogues con el ruido de tus pensamientos.

No hables,
Te quiero en la incertidumbre,
En la belleza que calla todos los lenguajes,
No hay nada qué decir,
Ninguna palabra es tu sonrisa,
Ninguna palabra contará mi deseo de sentirte,
De tocarte,
De mirarte en el silencio.

Bébeme, siénteme, inhálame…
Ninguna droga será necesaria,
Y morirán tus preguntas en mi piel
Y tus miedos en mis manos se harán aire.





miércoles, 7 de mayo de 2014

La última llamada

 ¡No cuelgues, por favor no cuelgues! -te dije- y el corazón se me volvió silencio. Tu presencia sin palabras repicaba lejos de mí detrás del teléfono. Trece estaciones del metro entre nosotros. Trece horas, trece años, trece vidas. El vértigo me abrazó en la muerte de tus palabras y supiste que en ese silencio mi casa se caía, que me quedaba sola entre la tierra y la noche, con el viento abrazando mi presencia sin días, mi vida sin vos.


Y sabías que te sentía, que escuchaba tu respiración lejos del teléfono porque no quisiste colgarme, porque querías mostrarme tu ritual del olvido, tu sanación de mí. Y me quedé allí para presenciarlo.

Supe que llorabas, te congestionabas, te asfixiabas con una tristeza que me ensordecía. Pero tu dolor era ritmo, porque la vida es ritmo, porque la vida vive en el día y en la noche. Y tuviste que gritar, gritaste como un niño que pierde una bomba de helio y en tu grito miraste la bomba que corría hacia arriba, hacia un cielo cerca de ti, lejos de ti; en el universo.

Me lloraste en cada grito, en cada espasmo, en la honestidad de tu silencio. Salieron por tu boca las historias que vivimos y las tiraste por el piso para verlas fuera de ti. Yo también lloraba sin tus oídos para escucharme, asistía al funeral que me hacías. ¿Tu mamá se despertará? ¿Tus vecinos tocarán la puerta? ¿Quién estará allí para escucharte? 

Pero supe que no estabas solo mi luz, mi ángel, mi compañero sin tiempo, supe que era suficiente con que te apreciaras en la plenitud de tu belleza. Jamás podrás estar solo si te has visto como yo te he visto. Ningún reto será grande para el alma que tienes.

No quiero estar allí cuando barras nuestras historias, colgaré primero para sentir que algo de mí ha quedado contigo y en el bullicio de esta ciudad te llevaré al parque, a la universidad, a los hospitales y estarás allí en mis futuros amores de aire, de agua y de fuego. Estará la intensidad de tu mirada acompañándome por siempre y la vida me sabrá a sal y a azúcar y el cielo me robará una sonrisa y veré luz en otras miradas y tendré tiempo para las flores, para el cine, el baile y la literatura, y debes saber que también volveré al mar y contemplaré en él la melodía de la vida, las armonías de todos los sonidos que se unen para mostrarme que la belleza tiene más de mil colores.

jueves, 20 de marzo de 2014

Sin objetivos


Vivir sin objetivos. Contemplé esta idea y me sentí tranquila. ¿Dónde quiero estar? Aquí. ¿Quién quiero ser? Lo que soy. Respiré profundo y exhalé lentamente. La sensación de sentirme más liviana me causó risa. Esta idea trasgredía todo lo que había aprendido: “hay que proyectarse, hacer un plan para alcanzar las metas, visualizar el éxito y caminar hacia él”.

Era irreverente dudar de estos pasos, pero cuando lo hacía sentía que algo en mí se sanaba.

-¿Pero qué estás diciendo Susana? ¿Es que no tienes proyectos?

-No.

-¡Escúchate! ¿Cómo es posible que estés satisfecha con lo que tienes si te faltan tantas cosas?

-Es posible cuando miro el presente y lo disfruto como es. Tú sabes que así desaparece la sensación de ausencia. Mira te muestro. 

Respiré lentamente y me concentré en la sensación de respirar, no pensé nada durante cortos segundos hasta que la voz volvió a interrumpirme.

-¡Pero qué mentalidad tan pobre la que tienes! ¡Entonces te conformas con el presente! ¡Vaya manera de evolucionar!

-El que ambiciona nunca se siente rico. El deseo multiplica la sensación de vacío. Y quizá la mejor manera de evolucionar o transformar algo sea aceptándolo como es. Cuando la percepción cambia la realidad se afecta.

-Pero si no tienes objetivos desaparecen los motivos para vivir.

-Tal vez haya sido un error creer que la vida tenía un sentido solo si  tenía objetivos.

-¿Si no son tus objetivos los que te motivan entonces qué puede ser?

-Vivir haciendo lo que más disfruto sin preocuparme por los resultados.

-¿Y es que de eso se vive?

- Muchas de las personas que tú calificarías como exitosas han obtenido su reconocimiento sin proponérselo. Únicamente hicieron con amor, entrega y autenticidad lo que más les gustaba.

-¡Bueno, eso también es un objetivo!

-¡Cómo te gustan los juegos del lenguaje mi luchadora invencible!

Aquella voz en mi mente se quedó en silencio.  Me sentí feliz.





miércoles, 12 de marzo de 2014

¿Dónde está la verdad?

Cada vez que escapo de las certezas descubro en la incertidumbre que el mundo es un mar de percepciones. Abro los ojos y no juzgo, escucho y dejo que otras palabras puedan transformarme. No hay temor de caer en las contradicciones, ni de mirar hacia el pasado para encontrar en él pensamientos que ya no me definen.

¿Y qué es lo que nos define? He participado en batallas de opinión, en guerras de la razón que solo dejan egos ganadores y vencidos. ¿Para qué esta lucha de opiniones? ¿Cambia el mundo cuando ganamos una discusión?

Mil maneras existen de interpretar la realidad ¿Hay una acertada?

Hoy vi lucidez en ideas que se contradecían. Cada que me acerco a un tema desde múltiples visiones siento que la verdad es como la luz: se expresa en la combinación de todos los colores.

miércoles, 12 de febrero de 2014

¿Qué es una ciudad segura?

Después de leer una noticia que compartió mi profesor Jorge Alberto Velásquez en su cuenta de Facebook me enteré que el proyecto de periodismo público Voces Ciudadanas se retomaría con el apoyo de varios medios de comunicación y el Área Metropolitana  para promover la participación de los ciudadanos frente temas de interés público.

Al saber que el proyecto surgió hace 16 años en la Facultad de Comunicación Social Periodismo de la UPB sentí aún más interés al tratarse de la universidad donde me formé, así que fui brincando de link en link  hasta llegar a la página de Facebook Voces Ciudadanas por la Seguridad y la Convivencia. Una vez allí le di Me Gusta y revisando en el muro encontré la primera pregunta: ¿Qué es una ciudad segura para usted?

La pregunta implicaba detenerse un poco más para trascender la importante pero incipiente decisión de darle Me Gusta a una iniciativa. Y allí tuve la primera tentación  después de pensar varios minutos sin encontrar una respuesta satisfactoria: ¿Y si respondo mañana?

Esta pregunta era la manera olímpica de evadir el compromiso con la excusa de que al día siguiente lo resolvería ¿pero cuántas tareas había dejado para mañana en años anteriores que ya no recordaba?

¿Acaso no estaba convencida de la necesidad de pasar de una democracia representativa a una participativa y deliberativa? ¿No habían demostrado gran parte de nuestros representantes  políticos mediante escandalosas propuestas egoístas y pasados criminales su incapacidad para entender los intereses y prioridades de la gente? ¿Iba a descartar la oportunidad de opinar aún cuando los canales para hacerlo serían las redes sociales, tan cercanas a mi vida cotidiana?

Durante el pregrado analizamos las consecuencias devastadoras de la indiferencia en un país con tantos problemas sociales. El dinero público desapareciendo, el sistema de salud en detrimento de la vida, la justicia impartiéndose únicamente para aquellos que no pueden comprarla, todo esto acompañado de impunidad gracias a una ciudadanía dispersa, apática, hastiada del tejemaneje propio de la política local y nacional.

Así tomé la decisión de renunciar a una película que quería ver en la tarde para sentarme a escribir y a organizar mejor las ideas frente a lo que pienso que es una ciudad segura. Pensé que si  detestaba el egoísmo en los dirigentes tenía que reconocer el individualismo en mí y ceder un poco, no para castigarme, sino para encontrar satisfacción en la posibilidad de reflexionar sobre temas colectivos.

¿Qué es una ciudad segura? Al hacerme la pregunta por segunda vez pensé en los cuadrantes de policías que se implementaron en el Área Metropolitana desde el 2010 para combatir la inseguridad. Pero, a juzgar por la experiencia, concluí que la seguridad no estaba asociada únicamente al incremento en el número de policías pues una ciudad que entiende a la seguridad bajo la fórmula SEGURIDAD = + POLICÍAS está concluyendo que la coacción y el miedo al castigo son la única solución para controlar las acciones de la gente.

Si bien el aumento de la fuerza pública es una respuesta inmediata a la inseguridad que vivimos, es sólo una medida que ataca la consecuencia y no la causa del problema. ¿Pues qué puede ser más inseguro que vivir en una ciudad con tanta desigualdad social? ¿Cómo se puede caminar con tranquilidad por las calles si sabemos que cientos de personas no tienen trabajo, no tienen una casa digna para vivir, no tienen la certeza de que podrán aliviar el hambre durante el día?

A esto se suma el tema del dinero, la obsesión del mundo occidental, a la que no escapa nuestra ciudad, donde existe un fuerte imaginario que asocia al éxito con la acumulación de dinero. Dinero que, sin importar los medios para conseguirlo, ha logrado comprarlo todo en Colombia: la justicia, la verdad, la perpetuación de la desigualdad restándole así legitimidad a la fuerza pública y al poder político.

Esto me llevó a pensar que la verdadera inseguridad se esconde en el individualismo creciente, en la idea de que cada persona debe luchar por sí misma, trabajar para alcanzar sus sueños personales y hacer la vista gorda cuando el dolor del otro pase frente a sus narices.

Nadie puede cambiar una ciudad, mucho menos un país. Una persona no puede cargar con problemas tan complejos. Cuando se comprende esto los más sensatos sueltan la carga y otros deciden asumir problemas que los van consumiendo en amargura y resentimiento: dos actitudes que en lugar de ayudar agravan el problema.

Tal vez porque los problemas colectivos deben asumirse colectivamente y no individualmente y para ello se hacen necesarios espacios públicos que fomenten el encuentro ciudadano y la deliberación pública frente a temas de interés. Necesitamos espacios que le hagan frente al sentimiento de soledad característico de las grandes ciudades pues está claro que entre más somos, más solos nos sentimos.

Cuando hablo de espacios públicos, no sólo me refiero a lugares físicos también me refiero a espacios virtuales de deliberación donde la gente comparta ideas y propuestas frente temas comunes promoviendo así el encuentro de personas que aún sin conocerse se identifican como ciudadanas dispuestas a reflexionar, expresar y escuchar.

Si la inseguridad tiene varias causas, debe enfrentarse con varias alternativas. No puede minimizarse el problema a la captura de los delincuentes pues hay todo un sistema social que sigue originando delincuentes de manera exponencial. Un claro ejemplo es el estado de las cárceles con una  sobrepoblación alarmante.

Por esto aplaudo iniciativas como el proyecto Voces Ciudadanas porque une la reflexión académica con los medios de comunicación para fortalecer la participación de la sociedad civil. Este es un camino que promueve la construcción colectiva de propuestas y plantea sin duda desafíos para aprender a debatir, llegar acuerdos  y aceptar disensos; es un avance para abordar el aislamiento de los ciudadanos y por lo tanto es una alternativa que enfrenta el problema de inseguridad si entendemos por inseguridad ese sentimiento de desconexión total con el otro.

Tal vez hoy estemos viviendo las consecuencias de un pensamiento egocéntrico global -que no percibe la incidencia de los actos individuales en lo colectivo- en el malestar social evidente en robos, asesinatos, extorsiones y secuestros. Finalmente toda causa tiene su consecuencia, por ello, nada será más perjudicial para el ser humano que su incapacidad para identificarse con el dolor del otro.

Que sea entonces este proyecto de periodismo público la oportunidad de escuchar otras voces, de identificar sueños y propuestas diversas. Tal vez el primer paso para combatir la inseguridad sea el fortalecimiento de la ciudadanía mediante espacios de participación pública.


La noticia Voces Ciudadanas.

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