Ese día me reí bastante en el bus, aunque mis pronósticos al despertar no contemplaron sonrisas cercanas. Incluso cuando me echaba un poco de rubor frente al espejo se me escaparon algunas lágrimas que arruinaron el maquillaje.
Al montarme al bus saludé al conductor, pero no obtuve ninguna respuesta. El hombre solo estiró su mano pidiendo mi pasaje.
Me senté junto a una ventana que abrí para sentir el viento y empezaron cientos de pensamientos a atormentarme. Cuando el día no parecía prometedor, pasó algo simple, pero que le dio un giro radical a mi día: decidí estar donde realmente estaba.
Miré al interior del bus y empecé a escuchar la conversación de dos mujeres que estaban detrás de mí. La una le decía a la otra:
-Es que usted si es bobita, lleve los tacones en el bolso y cuando llegue a la empresa se los pone.
La otra mujer, a la que miré de reojo, le comentó después que una vez había llovido y los tacones se le habían aflojado tanto que estuvo a punto de caerse. La amiga, después de reírse un rato, le aconsejó que aprovechara esos bolsos que tenía tan grandes para echar en ellos los tacones.
Las mujeres se quedaron en silencio unos segundos y de pronto una de ellas habló.
-En estos días me acordé de vos cuando me decías que yo cabía arrodillada en un bolso tuyo y es que imaginate que en las noticias contaron que una mujer en Méjico fue a visitar al esposo a la cárcel y cuando ya se iba a ir, lo metió en un bolso para llevárselo.
-¿Y lo sacó? – preguntó la otra-.
-Nada, el bolso quedó tan pesado que los esfuerzos de la mujer al cargarlo la delataron.
En ese momento explotaron en risas y yo también las seguí pero de manera más discreta. Esta historia me dejó varias sensaciones: primero me reí por semejante idea ¿Cómo se le ocurre a esa mujer echar al esposo en un bolso? Después me pareció triste al suponer la falta que este hombre le hacía. En segundos ya estaba pensando en el tamaño del bolso, en el tamaño del esposo y en las caras que hacía la mujer mientras lo cargaba. También imaginé la conversación que debió tener la pareja antes de comenzar las contorsiones necesarias para acomodar un cuerpo humano dentro de una maleta. Me pareció una historia muy femenina y concluí que aquel hombre tenía que estar desesperado en ese lugar para acceder a las ideas de su mujer.
Al terminar mis conclusiones, una de ellas agregó.
-¡Qué pesar! A mí sí hubiera podido cargarme porque soy livianita. Una vez más la miré de reojo y vi que era una mujer menudita, mona, con gafas oscuras y pinta ejecutiva. Le puse 25 años.
El trayecto se me hizo corto. En cuestión de minutos vi el paradero de la 33 y varias mujeres nos paramos antes de llegar para tocar el timbre. Sin embargo el conductor no se detuvo y nos dejó dos cuadras más lejos.
Cuando el hombre al fin paró , una mujer mayor de camisa roja le gritó:
-¡Habríamos quedado mejor en la casa de su mamá!
Al montarme al bus saludé al conductor, pero no obtuve ninguna respuesta. El hombre solo estiró su mano pidiendo mi pasaje.
Me senté junto a una ventana que abrí para sentir el viento y empezaron cientos de pensamientos a atormentarme. Cuando el día no parecía prometedor, pasó algo simple, pero que le dio un giro radical a mi día: decidí estar donde realmente estaba.
Miré al interior del bus y empecé a escuchar la conversación de dos mujeres que estaban detrás de mí. La una le decía a la otra:
-Es que usted si es bobita, lleve los tacones en el bolso y cuando llegue a la empresa se los pone.
La otra mujer, a la que miré de reojo, le comentó después que una vez había llovido y los tacones se le habían aflojado tanto que estuvo a punto de caerse. La amiga, después de reírse un rato, le aconsejó que aprovechara esos bolsos que tenía tan grandes para echar en ellos los tacones.
Las mujeres se quedaron en silencio unos segundos y de pronto una de ellas habló.
-En estos días me acordé de vos cuando me decías que yo cabía arrodillada en un bolso tuyo y es que imaginate que en las noticias contaron que una mujer en Méjico fue a visitar al esposo a la cárcel y cuando ya se iba a ir, lo metió en un bolso para llevárselo.
-¿Y lo sacó? – preguntó la otra-.
-Nada, el bolso quedó tan pesado que los esfuerzos de la mujer al cargarlo la delataron.
En ese momento explotaron en risas y yo también las seguí pero de manera más discreta. Esta historia me dejó varias sensaciones: primero me reí por semejante idea ¿Cómo se le ocurre a esa mujer echar al esposo en un bolso? Después me pareció triste al suponer la falta que este hombre le hacía. En segundos ya estaba pensando en el tamaño del bolso, en el tamaño del esposo y en las caras que hacía la mujer mientras lo cargaba. También imaginé la conversación que debió tener la pareja antes de comenzar las contorsiones necesarias para acomodar un cuerpo humano dentro de una maleta. Me pareció una historia muy femenina y concluí que aquel hombre tenía que estar desesperado en ese lugar para acceder a las ideas de su mujer.
Al terminar mis conclusiones, una de ellas agregó.
-¡Qué pesar! A mí sí hubiera podido cargarme porque soy livianita. Una vez más la miré de reojo y vi que era una mujer menudita, mona, con gafas oscuras y pinta ejecutiva. Le puse 25 años.
El trayecto se me hizo corto. En cuestión de minutos vi el paradero de la 33 y varias mujeres nos paramos antes de llegar para tocar el timbre. Sin embargo el conductor no se detuvo y nos dejó dos cuadras más lejos.
Cuando el hombre al fin paró , una mujer mayor de camisa roja le gritó:
-¡Habríamos quedado mejor en la casa de su mamá!