A
las 8 de la noche ya no hay mesas disponibles en el Bururú Barará. Sobre la
acera un hombre se mueve como si el ritmo de la salsa lo electrizara. Camina
hacia la calle y se detiene en la mitad. Sacude los hombros y los pies
respondiendo a la percusión de la charanga que suena desde los bafles del
Bururú. ”Ritmo sabroso te invita a
bailar/ritmo sabroso te invita a gozar…” el coro de la canción de Ray Barreto vibra
entre la calle de casas antiguas cercanas al Parque Bolívar.
Lo
mirás. Lo volvés a mirar. Después buscás una mesa para sentarte. Sobre el techo
hay discos de acetato pequeños y grandes.
Entre ellos hay una bola de espejos, la célebre bola disco diciéndote que el espíritu del Bururú es la fiesta.
Desde
la barra, Alberto Herrera pone la música, solo música de LP. Él y sus clientes,
muchos de ellos rigurosos coleccionistas y audiófilos, sostienen que la calidad
de la música del LP es superior a los sonidos digitales por la fidelidad que
tienen las grabaciones en formato análogo. Aquí el código binario no seduce a
la gente y es entre discos de vinilo y sin computadores donde nace la fiesta. El
scratch,
ese sonido de la aguja tocando el disco que rueda sobre el tornamesa, le
da un sabor especial a cada tema.
Oídos
entrenados, románticos, eruditos. Aquí escuchar es un arte.
El
sonido de las trompetas y el repiqueteo
metálico de los timbales no conocen fronteras y se elevan hasta tocar
los ladrillos de la Catedral
Metropolitana. Afuera los almacenes de artículos litúrgicos ya están
cerrados y desde las vitrinas las vírgenes de porcelana observan a la Medellín
nocturna que apenas se despierta.
La música
Temas
de la Sonora Matancera, Celia Cruz, Panchito
Riset y Buena Vista Social Club se mezclan con canciones de Tito Rodríguez,
Beny Moré y Eddie Palmieri. Son, guaracha, mambo, porros, boleros, chachachá y
guaguancó, una familia de géneros cubanos, afrocaribeños y neoyorkinos que se abrazan
bajo la palabra salsa sonarán hasta las 3 de la mañana sin interrupciones.
Con
una colección que supera los seis mil discos, Alberto Herrera, consiente a su
público con las canciones que más disfrutan sin abandonar la meta que asumió
años atrás: compartir temas desconocidos
de bandas virtuosas que renueven el repertorio de su local y amplíen los gustos
musicales de clientes y amigos.
En
esta discoteca especializada en música popular cubana, ruedan sobre el
tocadiscos las mejores orquestas de la música antillana de los años 50, 60 y
70. Pero también se escuchan, especialmente los fines de semana, orquestas
salseras desde los años 80 en adelante.
El
sabor y la musicalidad del sitio empieza desde su nombre “Bururú Barará”, título
de un famoso son cubano compuesto por el compositor, bajista y director Ignacio
Piñeiro.
“Bururú
Barará ¿Cómo está Miguel?” Alberto Herrera tararea el estribillo de la canción trayendo
con su canturreo la sonoridad de las leguas africanas que le dieron origen a esta
expresión sabrosa.
Los bailadores
Junto
a la barra un hombre baila solo y sonríe. Lleva un morral negro y pequeño sobre
la espalda. Termina la jornada laboral y emprende su camino hasta el Bururú. Ocho
horas de trabajo no le impiden bailar toda la noche con el morral a cuestas.
El
hombre que estaba en la calle se desliza por el concreto hasta llegar a la
barra. Entra y saluda con las cejas y un rápido temblor de hombros al amigo del
morral. Sobran las palabras: su lenguaje es el movimiento.
“Hay gente que
viene acá cada 8 días, viernes y sábado. Ya los extraña uno si no vienen” así es la fidelidad de los clientes que tiene Herrera. Entre
los visitantes hay muchos que traen maracas, bongós, campanas y timbales para
mejorar la rumba. Cuando los
instrumentos siguen el ritmo de las canciones la emoción de los bailadores se
vuelve efervescente. Mejoran las piruetas e incrementa la alegría colectiva.
“Yo me pongo
celoso mamá, cuando tú bailas con otro” repite la canción de la Típica 73. De principio a
fin la letra dice lo mismo y es que los instrumentos son los protagonistas. Hay
trompetas que gritan quejumbrosas, bongós enfurecidos, timbales repicando hasta
sazonarte la rabia. Las melodías hablan y los cuerpos de los bailadores les responden.
Antes
de las 12 de la noche las luces se encienden y los hombres que bailan solos
hacen su espectáculo. El movimiento impredecible de sus cuerpos parece
representar una arriesgada caminata por la selva. Brincan repentinamente como
esquivando un precipicio, pisotean rápido y con fuerza como si caminaran sobre
hormigas, extienden los brazos hacia los lados como atravesando un abismo parados sobre una
cuerda. Mirarlos es asistir a una película de comedia donde el protagonista
libra obstáculos con movimientos juguetones y
sonrisas. En sus estilos de baile se esconde el origen de la salsa,
ritmos nacidos en medio de la pobreza que ríen las tristezas en lugar de
llorarlas.
Una
mujer cercana a los 50 años se mueve sobre sus tacones de 6 centímetros. Su
vestido ajustado enseña una cintura que se mueve con destreza. El cabello corto
de estilo moderno realza su cuello que permanece erguido con elegancia. Sus
movimientos son finos, precisos, no desperdician energía. La mujer administra
el movimiento de los hombros como aquel que añade pimienta a un plato.
El secreto está en agregar la justa medida.
Desde
la acera un hombre de boina beige y zapatillas blancas observa a los bailadores
y les regala sonrisas que llevan en su brillo todo el aire tropical cubano. A
su lado un hombre alto y moreno lo acompaña con una sonrisa pícara y fiestera. Caminan
entre la gente como si llevaran el sol adentro. Sonríen y sus sonrisas abrazan.
Hasta los movimientos más ligeros de sus hombros y rodillas demuestran que el
sabor vive en sus cuerpos.
En
el pasillo bailan las parejas. Todos llevan el ritmo, pero nadie baila igual.
Cada cuerpo se expresa con un sabor auténtico. Se cocina la fiesta del Bururú
entre sabores elegantes y explosivos; sabores juguetones e histéricos; sabores
seductores y alegres.
Y
ves a mujeres en tenis y en tacones, en vestidos y en bluyines, de 20 y de 60.
A hombres con cachuchas y boinas, camisas a cuadros y guayaberas estampadas;
zapatillas blancas y tenis. Múltiples estilos y personajes unidos por dos
pasiones: la salsa y el baile
La ciudad desde el Bururú
Cae
la noche sobre Medellín y los vendedores ambulantes atraviesan el Parque
Bolívar. Frente al Bururú Barará, ubicado una cuadra debajo de la Catedral Metropolitana,
desfilan desde las 6 de la tarde vendedores de raspado y de crispetas que
terminan la jornada. Entre sonidos de trompetas y timbales se cuelan chirridos de carritos tinteros
y carretas de madera. Pasan recicladores, trabajadores que caminan hacia el metro
y venteros ambulantes que dejan sus carritos en casas y parqueaderos donde
pagan alquiler.
Una
Medellín se acuesta y otra se despierta. Desde la barra ves cómo la ciudad va cambiando
de traje.
Desde
las 5 de la tarde las puertas metálicas y corredizas del Bururú se abren como
párpados. Y desfilarán por las calles mujeres de curvas estrambóticas dominando
tacones de 15 centímetros. Senos enormes y faldas diminutas actuarán como
imanes de miradas. Comienza la noche y se dispara el trabajo de travestis que
esperan a sus clientes en un local llamado “La Raza”.
Frente
al Bururú se elevan olores a perros y
hamburguesas que salen de una caseta ambulante. Justo al lado, el Papa Juan
Pablo II, grabado en el aviso de un local religioso, clava su mirada sobre rumberos, borrachos, travestis y recicladores.
Alberto Herrera
Un
cazador de sonidos, un romántico del acetato, terco defensor de la alegría y la
pachanga, un erudito musical, un
publicista de canciones. Este es Alberto Herrera, el papá del Bururú.
“Yo a los 6 años
en vez de comprar un juguete compré un disco” no había mudado los dientes
de leche cuando inició su camino como coleccionista. Ahora, esta antigua pasión
lo obligó a comprar tres estanterías para ubicar en ellas decenas de discos
que estaban apoderándose de su casa:
discos en las alcobas, en los nocheros, en las mesas y hasta en la cocina.
En
su niñez, caminado por el centro de Medellín para ir a la escuela, Alberto
escuchó por primera vez canciones de la Sonora Matancera, El Conde Rodríguez y
Eddie Palmieri; y otras calles con otros bares le mostraron la Medellín
tanguera que no logró seducirlo. “Es que la salsa es alegría, en cambio el
tango es un drama” se ríe y demuestra con esa sonrisa que su amor por la salsa
fue firme desde el principio.
En
su juventud trabajó como DJ en una discoteca sobre Palacé, entre Amador y
Maturino, sector donde funcionaron más de una decena de discotecas
especializadas en salsa. Más adelante
administró una discoteca salsera llamada La Fuerza y desde hace 19 años dedica su vida al Bururú
Barará que aunque ha cambiado de local en varias oportunidades, desde su
nacimiento ha funcionado en La
Candelaria y ha conservado su clientela pese a los cambios de sectores.
Desde
el nombre llamativo del local hasta los LP que ruedan sin parar sobre el
tocadiscos, esta viejoteca marca la diferencia con otros lugares salseros de la
ciudad, sin embargo cuando le preguntás a Alberto Herrera qué es lo más
auténtico del Bururú responde sin vacilar que es la gente.
Bururú Barará
Me pongo celoso