lunes, 30 de marzo de 2015

El Bururú Barará


A las 8 de la noche ya no hay mesas disponibles en el Bururú Barará. Sobre la acera un hombre se mueve como si el ritmo de la salsa lo electrizara. Camina hacia la calle y se detiene en la mitad. Sacude los hombros y los pies respondiendo a la percusión de la charanga que suena desde los bafles del Bururú. ”Ritmo sabroso te invita a bailar/ritmo sabroso te invita a gozar…”  el coro de la canción de Ray Barreto vibra entre la calle de casas antiguas cercanas al Parque Bolívar.

Lo mirás. Lo volvés a mirar. Después buscás una mesa para sentarte. Sobre el techo hay discos  de acetato pequeños y grandes. Entre ellos hay una bola de espejos, la célebre bola disco diciéndote que  el espíritu del Bururú es la fiesta.

Desde la barra, Alberto Herrera pone la música, solo música de LP. Él y sus clientes, muchos de ellos rigurosos coleccionistas y audiófilos, sostienen que la calidad de la música del LP es superior a los sonidos digitales por la fidelidad que tienen las grabaciones en formato análogo. Aquí el código binario no seduce a la gente y es entre discos de vinilo y sin computadores donde nace la fiesta. El scratch, ese sonido de la aguja tocando el disco que rueda sobre el tornamesa, le da un sabor especial a cada tema.

Oídos entrenados, románticos, eruditos. Aquí escuchar es un arte.
El sonido de las trompetas y el repiqueteo  metálico de los timbales no conocen fronteras y se elevan hasta tocar los ladrillos de la Catedral  Metropolitana. Afuera los almacenes de artículos litúrgicos ya están cerrados y desde las vitrinas las vírgenes de porcelana observan a la Medellín nocturna que apenas se despierta.





La música


Temas de la Sonora Matancera, Celia Cruz,  Panchito Riset y Buena Vista Social Club se mezclan con canciones de Tito Rodríguez, Beny Moré y Eddie Palmieri. Son, guaracha, mambo, porros, boleros, chachachá y guaguancó, una familia de géneros cubanos, afrocaribeños y neoyorkinos que se abrazan bajo la palabra salsa sonarán hasta las 3 de la mañana sin interrupciones.

Con una colección que supera los seis mil discos, Alberto Herrera, consiente a su público con las canciones que más disfrutan sin abandonar la meta que asumió años atrás: compartir temas  desconocidos de bandas virtuosas que renueven el repertorio de su local y amplíen los gustos musicales de clientes y amigos.

En esta discoteca especializada en música popular cubana, ruedan sobre el tocadiscos las mejores orquestas de la música antillana de los años 50, 60 y 70. Pero también se escuchan, especialmente los fines de semana, orquestas salseras desde los años 80 en adelante.
El sabor y la musicalidad del sitio empieza desde su nombre “Bururú Barará”, título de un famoso son cubano compuesto por el compositor, bajista y director Ignacio Piñeiro.
“Bururú Barará ¿Cómo está Miguel?” Alberto Herrera tararea el estribillo de la canción trayendo con su canturreo la sonoridad de las leguas africanas que le dieron origen a esta expresión sabrosa.



Los bailadores


Junto a la barra un hombre baila solo y sonríe. Lleva un morral negro y pequeño sobre la espalda. Termina la jornada laboral y emprende su camino hasta el Bururú. Ocho horas de trabajo no le impiden bailar toda la noche con el morral a cuestas.

El hombre que estaba en la calle se desliza por el concreto hasta llegar a la barra. Entra y saluda con las cejas y un rápido temblor de hombros al amigo del morral. Sobran las palabras: su lenguaje es el movimiento.

“Hay gente que viene acá cada 8 días, viernes y sábado. Ya los extraña uno si no vienen” así es la  fidelidad de los clientes que tiene Herrera. Entre los visitantes hay muchos que traen maracas, bongós, campanas y timbales para mejorar la rumba.  Cuando los instrumentos siguen el ritmo de las canciones la emoción de los bailadores se vuelve efervescente. Mejoran las piruetas e incrementa la alegría colectiva.

“Yo me pongo celoso mamá, cuando tú bailas con otro” repite la canción de la Típica 73. De principio a fin la letra dice lo mismo y es que los instrumentos son los protagonistas. Hay trompetas que gritan quejumbrosas, bongós enfurecidos, timbales repicando hasta sazonarte la rabia. Las melodías hablan y los cuerpos de los bailadores les responden.

Antes de las 12 de la noche las luces se encienden y los hombres que bailan solos hacen su espectáculo. El movimiento impredecible de sus cuerpos parece representar una arriesgada caminata por la selva. Brincan repentinamente como esquivando un precipicio, pisotean rápido y con fuerza como si caminaran sobre hormigas, extienden los brazos hacia los lados como  atravesando un abismo parados sobre una cuerda. Mirarlos es asistir a una película de comedia donde el protagonista libra obstáculos con movimientos juguetones y  sonrisas. En sus estilos de baile se esconde el origen de la salsa, ritmos nacidos en medio de la pobreza que ríen las tristezas en lugar de llorarlas.

Una mujer cercana a los 50 años se mueve sobre sus tacones de 6 centímetros. Su vestido ajustado enseña una cintura que se mueve con destreza. El cabello corto de estilo moderno realza su cuello que permanece erguido con elegancia. Sus movimientos son finos, precisos, no desperdician energía. La mujer administra el  movimiento de los  hombros como aquel que añade pimienta a un plato. El secreto está en agregar la justa medida.

Desde la acera un hombre de boina beige y zapatillas blancas observa a los bailadores y les regala sonrisas que llevan en su brillo todo el aire tropical cubano. A su lado un hombre alto y moreno lo acompaña con una sonrisa pícara y fiestera. Caminan entre la gente como si llevaran el sol adentro. Sonríen y sus sonrisas abrazan. Hasta los movimientos más ligeros de sus hombros y rodillas demuestran que el sabor vive en sus cuerpos.

En el pasillo bailan las parejas. Todos llevan el ritmo, pero nadie baila igual. Cada cuerpo se expresa con un sabor auténtico. Se cocina la fiesta del Bururú entre sabores elegantes y explosivos; sabores juguetones e histéricos; sabores seductores y alegres.

Y ves a mujeres en tenis y en tacones, en vestidos y en bluyines, de 20 y de 60. A hombres con cachuchas y boinas, camisas a cuadros y guayaberas estampadas; zapatillas blancas y tenis. Múltiples estilos y personajes unidos por dos pasiones: la salsa y el baile




La ciudad desde el Bururú


Cae la noche sobre Medellín y los vendedores ambulantes atraviesan el Parque Bolívar. Frente al Bururú Barará, ubicado una cuadra debajo de la Catedral Metropolitana, desfilan desde las 6 de la tarde vendedores de raspado y de crispetas que terminan la jornada. Entre sonidos de trompetas y  timbales se cuelan chirridos de carritos tinteros y carretas de madera. Pasan recicladores, trabajadores que caminan hacia el metro y venteros ambulantes que dejan sus carritos en casas y parqueaderos donde pagan alquiler.

Una Medellín se acuesta y otra se despierta. Desde la barra ves cómo la ciudad va cambiando de traje.

Desde las 5 de la tarde las puertas metálicas y corredizas del Bururú se abren como párpados. Y desfilarán por las calles mujeres de curvas estrambóticas dominando tacones de 15 centímetros. Senos enormes y faldas diminutas actuarán como imanes de miradas. Comienza la noche y se dispara el trabajo de travestis que esperan a sus clientes en un local llamado “La Raza”.

Frente al Bururú se elevan  olores a perros y hamburguesas que salen de una caseta ambulante. Justo al lado, el Papa Juan Pablo II, grabado en el aviso de un local religioso, clava su mirada sobre  rumberos,  borrachos, travestis y recicladores.


Alberto Herrera




Un cazador de sonidos, un romántico del acetato, terco defensor de la alegría y la pachanga,  un erudito musical, un publicista de canciones. Este es Alberto Herrera, el papá del Bururú.
“Yo a los 6 años en vez de comprar un juguete compré un disco” no había mudado los dientes de leche cuando inició su camino como coleccionista. Ahora, esta antigua pasión lo obligó a comprar tres estanterías para ubicar en ellas decenas de discos que  estaban apoderándose de su casa: discos en las alcobas, en los nocheros, en las mesas  y hasta en la cocina.

En su niñez, caminado por el centro de Medellín para ir a la escuela, Alberto escuchó por primera vez canciones de la Sonora Matancera, El Conde Rodríguez y Eddie Palmieri; y otras calles con otros bares le mostraron la Medellín tanguera que no logró seducirlo. “Es que la salsa es alegría, en cambio el tango es un drama” se ríe y demuestra con esa sonrisa que su amor por la salsa fue firme desde el principio.  

En su juventud trabajó como DJ en una discoteca sobre Palacé, entre Amador y Maturino, sector donde funcionaron más de una decena de discotecas especializadas en salsa. Más adelante  administró una discoteca salsera llamada La Fuerza  y desde hace 19 años dedica su vida al Bururú Barará que aunque ha cambiado de local en varias oportunidades, desde su nacimiento ha  funcionado en La Candelaria y ha conservado su clientela pese a los cambios de sectores.

Desde el nombre llamativo del local hasta los LP que ruedan sin parar sobre el tocadiscos, esta viejoteca marca la diferencia con otros lugares salseros de la ciudad, sin embargo cuando le preguntás a Alberto Herrera qué es lo más auténtico del Bururú responde sin vacilar que es la gente.  

Y es precisamente la gente la que ha convertido un local de 18 metros cuadrados en la mejor pista de baile. Se baila entre las mesas, en el pasillo, frente a la barra y hasta en la acera. Y si el Bururú se muda de casa la gente también. El Bururú Barará es como una patria de personas que sin conocerse se sonríen. La salsa es la madre que todos comparten y que los hace miembros de una misma familia. Cada ocho días compañeros del trabajo, amigos y parejas se reúnen para compartir la magia de la fiesta salsera donde los problemas se bailan y el cansancio se olvida.


Bururú Barará



Me pongo celoso