viernes, 4 de julio de 2014

Medellín en la 70

El cielo pasa del azul claro al oscuro. Sentada en una acera, en la entrada de la Bolivariana, alzo la mirada y comprendo que caminaremos bajo la transición, bajo una explosión de colores que se desvanecerán sin resistencia hasta llegar al negro. ¿Brillarán las estrellas sobre Medellín? ¿Quiénes alzarán sus cabezas para contemplarlas?

Tomo apuntes en mi libreta siguiendo las ideas de Luz Marina, una compañera que me cuenta cuáles son los objetivos del recorrido. Habla rápido y en voz baja mientras el profesor da otras indicaciones diferentes a las que dio en la clase pasada a la que no pude asistir. Con las últimas palabras del profesor me paro y paso la calle. Doy unos pasos al lado de Juanda y después nos separamos. 

“Bueno, debo encontrar un tema, el enfoque” y miro la película que se proyecta antes mis ojos fiscalizando mensajes publicitarios, caras tristes y cansadas, cervezas y buses, lluvia y sudor. El primer mensaje me lo da una bomba de gasolina que me dice “Maneje con confianza”. ¡No conoce la publicidad mi experiencia con la conducción!

Y entonces veo mi carro en Sabaneta, siempre estacionado y viendo las horas pasar en la oscuridad de su parqueadero. ¿Qué pensará de mí cuando prefiero a los buses por encima de él? ¿Qué diría el publicista de la bomba si le cuento que abandoné la conducción porque jamás pude sentirme segura, en confianza? ¿Qué cara haría si le cuento que la ciudad se me llenó de miedo tras volante, que el tiempo parecía el peor verdugo de las personas con carro? Cuánto detesté esa ciudad de la rapidez sin sentido y de la amable exclamación que recibí aquel día cuando se me apagó el carro en una loma: “¡Esta hijueputa tenía que ser mujer!”. ¡Cuánto me hirió esa ciudad que después de un choque se preguntó primero por los daños del carro y después por las personas! Medellín con corazón de lata.

Apunto la frase de la bomba en una libreta sintiendo que alguien me observa. Dejo la frase a medias y veo a una mujer joven de expresión cansada que me mira sosteniendo una caja de confites. Busco dinero en el bolsillo pequeño de mi maleta y encuentro un billete de cinco mil que pongo a su alcance. Ella me da los confites y me entrega cuatro billetes de mil que juntos parecen conformar una bola de papeles arrugados por un escritor furioso. Me pregunto si no hay un mensaje implícito en esta devuelta, si el estado de los billetes fue algo intencionado, una burla de la mujer hacia mí. Con asombro le sonrío y trato de desenredar los billetes. Al comprender que la tarea no será fácil abro el bolso y suelto los billetes que caen como basura sobre la billetera.

Camino un poco aturdida sumergiéndome en la 70 de los bares, de las señoras elegantes que esconden los años con maquillaje y cirugías, en la 70 seductora que te invita con cada paso a hacer algo: “Oye bonita”, “Baila Conmigo”, “Déjame que te cuente”. Los letreros de los bares me hablan de tú, me invitan a entrar. Coquetean conmigo.

Los postes me dicen que me afilie a salud y pensión en letras mayúsculas como una advertencia menos seductora, pero más fatal y definitiva. Los postes de la luz son gritos de concreto. ¿Cuántos mensajes tendrán  para darme?

El azul del cielo se oscurece un poco más. Me pregunto cómo podré describir este tono, si existirá una palabra para separar este azul de otros cientos de azules. Allí debe entrar la poesía -me digo- para nombrar lo innombrable, para acercarnos a la esencia intangible de las cosas.

¿Y entonces cómo es este azul? como la caricia fría del viento cuando miras hacia el mar, como la sencillez de una flor que explota en mil colores desde el antejardín de una casa. ¿Alguien tendrá tiempo para mirar al cielo en esta ciudad de pitos y relojes?

Llego a un mall de comidas rápidas y decido sentarme. Anoto en mi libreta  las observaciones del recorrido y alzo la mirada segundos después para concentrarme en la gente. Pasa un hombre joven con un labrador cachorro que tira juguetonamente de la cadena con la boca, mira a su amo con alegría, reclama su libertad sin sufrimiento. Convierte a la cadena en un juego, en un instrumento para acercarse al corazón de su amo.

Después entra a la escena un hombre con una cabeza de toro. Los cachos embisten a las personas que caminan sobre la pasarela de concreto. Pero no hay tiempo para asustarse con pequeñeces, con la excentricidad de un vendedor ambulante. Ni la imagen más pintoresca puede combatir con el adormecimiento de una ciudad cansada de trabajar, trabajar y trabajar.

Se me acerca una señora que dice tener 84 años. Me implora que tenga compasión de ella. Entonces encuentro una moneda de 500 y se la doy. Esto es la compasión para ti Medellín, mi ciudad de miserias oscuras, de injusticias bajo tus cielos.

Pasa un señor con un robot estampado en la camisa. Todas las personas caminan ante mí como si se proyectara una película de mil protagonistas, casi todos sudan y clavan la mirada varios pasos adelante. Siempre van para adelante. El objetivo de su camino es el final. ¿Y quién mira hacia el cielo?

Pasa un señor con dos barras metálicas que golpea intencionalmente anunciando que vende encalambras a quinientos pesos, tal vez a mil. Quise preguntarle cuánto valía un corrientazo, pero me dio miedo que me diera una muestra gratuita sin habérsela pedido. ¡Tu vida mi ciudad, una relación amorosa con la muerte!

Cuatro policías caminan en manada y se quedan mirándome. ¿Seré sospechosa de algo? ¿Estaré maquinado un plan subversivo con mi libreta de apuntes? ¿Qué demonios es lo que miro? ¿Querré asaltar a alguien del cajero?

Percibo que la gente me mira con curiosidad. “¿Y ésta que hace ahí sola? ¿Qué anotará? ¿Qué tenemos nosotros de raro?”. Los cachos del toro no sacan a nadie de la rutina, pero la presencia observadora perturba, los actores de la obra miran hacia el público y recuerdan que están actuando.

Me paro. Camino hacia otro poste de la luz y leo un anuncio: “Mentalista y clarividente. Salud-Dinero-Amor. Atraemos a ser amado, en horas dominado a sus pies. Impotencia y frigidez. Experto en enfermedades desconocidas. Por la consulta reclame completamente gratis secreto numerológico del dólar y el perfume del amor. Teléfono 230 76 97”.

Trato de imaginar cómo es la oficina del mentalista. La imagino roja y llena de humo. ¿Qué historias se escribirán en ese lugar?

Miro un paradero de buses. Sobre la pantalla publicitaria, al lado derecho de la caseta, se mueven muchas burbujas hacia arriba como si miraras un vaso con gaseosa. Me siento efervescente. Maltis, dice arriba de la pantalla. Asombrosos los avances de la publicidad siempre arrancándote una mirada, dándote una sensación, invitándote a la compra. Me siento burbujita de gas que corre entre el agua para llegar a la cima, persigo mi aniquilación, la pérdida de mi identidad, el abrazo del aire que anula las fronteras de mi cuerpo de burbuja.

Y sigue la 70 con su música, con bares de reggaetón, salsa, vallenato y música de los años 60. Sigue la 70 con su cantidad de hoteles: El Mediterráneo, Gaudí, Lukas, Laureles 70. Siguen abiertas las droguerías, las  panaderías, los restaurantes, el Éxito.

Continúo el camino. Con cada paso estoy más cerca de la estación del metro. El andén se llena de artesanos: veo collares, aretes, plumas, bolsos y zapatos. Un señor hace figuras con un alambrito de metal. Tres jóvenes lo miran descubriendo la imagen que desarrolla con destreza: una flor con cuerpo de lata.

Llego a una esquina y me siento cansada. Pasaré la calle y desharé mis pasos hasta llegar a la universidad. ¿En cuál esquina estoy? En la esquina donde un señor me dijo ¡Niña, la estaba esperando! (Hablándome con la intención de venderme unos zapatos). Sí, esa es mi ciudad, una ciudad de historias sin nomenclatura.

Paso la calle y me pregunto por el tiempo. ¿Cuánto habrá pasado? ¿Llegaré tarde al punto de encuentro con mis compañeros? Dejo atrás las discotecas, camino más rápido sintiendo que en mi recorrido olvidé el conteo del segundero: uno, dos, tres, cuatro hasta llegar a 60. ¿Cuántos minutos han pasado?

Sobre la calle principal pasa un muchacho en patineta, llega a un punto de cruce entre cuatro vías como si estuviera parado en el centro del signo más. Pero el peligro no lo detiene y toma más impulso descargando su pie izquierdo con fuerza sobre la calle y volviendo a montarlo en la patineta. ¡Esto es tenerse confianza! –pienso- y los carros se detienen y los conductores pitan con rabia y el muchacho se ríe de ellos dejándolos atrás. El muchacho ganó varios segundos y los conductores los perdieron. Aman el tiempo, odian el tiempo. Sus corazones laten al ritmo del reloj. ¿Para dónde van? ¿Quién los espera? ¿Quién les hace sentir que la felicidad  está varias cuadras más allá?

Llueve. Me caen goteras en la cara. Miro a tres costeños que están sentados en un bar mirando dos hojas con gráficos y cifras. ¿Les irá bien en el negocio? Uno de ellos tiene el ceño arrugado y los otros lo miran en silencio. Sumas y restas de la tristeza.

Atravieso San Juan y veo en la esquina a un hombre sentado bajo un árbol. Una guitarra descansa sobre sus piernas. Espera. Mira el reloj. Los carros circulan. Él mira con esperanza a la gente que pasa, pero nadie lo mira a él. ¿Vendrá alguien a buscarlo? ¿Cantará hoy para un grupo de amigos? Imagino que lo recogen en una camioneta, él se monta con una sonrisa en la cara y llegan a una casa en Envigado. Allá se baja y afina la guitarra. Se lanza al vacío de compartirse con cuatro desconocidos. ¡Ojalá que no le pidan descuento por sus canciones! -me digo- creyéndome la historia y sintiendo que de mi propia imaginación surgen historias que toman independencia revelándose ante mí y ante mis deseos. 

Camino y camino cada vez más rápido. Sudo y la brisa me abraza, me cubre. Miro hacia el otro lado de la calle y una odontología me dice que Sonría.

Ahora estoy mirando La Tienda, un restaurante con decoración recargada y campesina. En la entrada hay un letrero que haría gritar a un profesor de español. Dice Vienbenidoz saltándose todas las reglas ortográficas. Si entras allí es porque vas a olvidar la rigidez de tu vida, del trabajo, de los horarios de oficina. Dos ejecutivos conversan en una de las mesas exteriores  y toman cerveza. Me miran con curiosidad y se detienen en mi libreta de apuntes. Intuyo en sus miradas que quieren invitarme a una cerveza entonces camino más rápido. No quiero que me arrebaten esta soledad, este viaje sin distancia hacia el silencio.

Me siento más adelante junto a un árbol. Reviso el celular y está temprano. Respiro profundo y me tranquilizo. No tengo afán.

Una mujer alta, esbelta, de facciones delicadas camina de un lado a otro hablando por celular. Tiene las piernas firmes y sensuales. Un dominio de los tacones que envidio. El cabello recogido me hace pensar en las azafatas. Esta mujer hace volar a los hombres: ella es el viaje y el destino. Entonces me concentro, le bajo el volumen a los pitos de los carros, al vallenato que resuena desde La Tienda y voy hacia esa voz dulce y femenina. ¿Qué dice? Las palabras se confunden, giran y giran como una hélice. Estoy mareada. Cuando quiero desistir, cuando me rindo ante el deseo de escucharla, la ciudad se detiene. Medellín se vuelve silencio y solo está ella que pronuncia las palabras mágicas: “Mueve tus influencias” así le dice a quien la escucha. Imagino que es un hombre porque utiliza un tono suave y agresivo, un silencio pícaro, una risa maliciosa.

Me paro y paso la calle. Me sentaré en una silla y veré la brisa caer. Sentiré su caricia fría y húmeda sobre la cara, sobre las manos, en la cabeza. Pasan pocas personas. Alzo la mirada y el negro ya se ha apoderado de la ciudad. Cae la noche sobre Medellín devorando todos los colores y las sombras. Me entrego a la muerte, a la oscuridad que nos abraza y tranquiliza. Hoy no hay estrellas.

Incrementa la lluvia. Miro hacia el teléfono público y veo al profesor escondiéndose de mí. Utiliza el teléfono como una armadura. Vibra mi celular anunciando que alguien me piensa lejos de este lugar o… ¿estará aquí?  ¿Mirándome?

Ya no resisto la lluvia ni la sed. Una vez más me paro y paso por el teléfono público, pero el profesor ha desaparecido. Se lo tragó la bocina. La visión me llegó de repente y lo vi allí parado frente al teléfono evaporándose, perdiendo su consistencia. Y de pronto su alma nadaba en una fuente de posibilidades, de relaciones virtuales, de muchas ilusiones.

Llegué a la esquina y me acerqué a una tienda. Algunas personas en las mesas tomaban café y comían pasteles. Me acerqué al mostrador y no había nadie. Esperé unos minutos y nadie apareció. ¡Cuántas cosas quieres venderme Medellín y ahora que quiero comprarte te has ido!  

Esta noche me mostraste tus destrezas de publicista. Tú no vendes tratamientos odontológicos, vendes sonrisas, tú no vendes gasolina, vendes confianza, tu gran cadena de súper mercados se llama Éxito porque el éxito para ti es una cuestión de compra y venta. Pero cuánto te quiero Medellín y tú lo sabes, porque todo lo que amo siempre me lo das gratuito.

Veo a Juanda en una pizzería con varios compañeros. Camino hacia ellos y me siento en la mesa. Pasan los minutos y llegan más personas de la clase. ¿Regresará el profesor de su sueño nocturno? ¿Se lo habrán robado las ilusiones, le habrán borrado el camino?... No, parece que allí viene y con una sonrisa. Durante la conversación que mantenemos con el grupo sobre el recorrido nos ha contado que le obsesionan los teléfonos públicos y que su relato de la 70 tuvo ese punto de partida.  Se preguntó por las historias que habían pasado por el teléfono, por lo que pasó, lo que no pasó, lo que podría pasar y lo que va a pasar ineludiblemente.

Aplaudí mucho cuando terminó su relato y segundos después me encontré pensando en el enfoque que tendría mi texto. ¿Cuándo lo escribiría? ¿Sería capaz de hacer algo decente? Bueno Susana, por un momento concéntrate - me dije- Párate ya, aguántate la sed y toma un bus que te deje en Sabaneta. Mira el cielo sin estrellas de la noche y deja que este frío te arrebate los deseos, deja que tus sueños se ahoguen bajo la lluvia, no insultes a la noche con tus sueños de aire. Entrégate a la magia de esta ciudad que tanto te quiere. Sumérgete en la fantasía de esta ciudad bajo el abismo, embriágate en la sordidez de sus miserias, nada entre los pitos de sus afanes, róbale una sonrisa al que te mira y no mires más hacia el suelo, no sudes más por hoy, regálale una mirada a ese cielo que nadie quiso mirar en esta noche.