El cielo pasa del
azul claro al oscuro. Sentada en una acera, en la entrada de la Bolivariana,
alzo la mirada y comprendo que caminaremos bajo la transición, bajo una
explosión de colores que se desvanecerán sin resistencia hasta llegar al negro.
¿Brillarán las estrellas sobre Medellín? ¿Quiénes alzarán sus cabezas para
contemplarlas?
Tomo apuntes en mi
libreta siguiendo las ideas de Luz Marina, una compañera que me cuenta cuáles
son los objetivos del recorrido. Habla rápido y en voz baja mientras el
profesor da otras indicaciones diferentes a las que dio en la clase pasada a la
que no pude asistir. Con las últimas palabras del profesor me paro y paso la
calle. Doy unos pasos al lado de Juanda y después nos separamos.
“Bueno, debo
encontrar un tema, el enfoque” y miro la película que se proyecta antes mis
ojos fiscalizando mensajes publicitarios, caras tristes y cansadas, cervezas y
buses, lluvia y sudor. El primer mensaje me lo da una bomba de gasolina que me
dice “Maneje con confianza”. ¡No conoce la publicidad mi experiencia con la
conducción!
Y entonces veo mi
carro en Sabaneta, siempre estacionado y viendo las horas pasar en la oscuridad
de su parqueadero. ¿Qué pensará de mí cuando prefiero a los buses por encima de
él? ¿Qué diría el publicista de la bomba si le cuento que abandoné la
conducción porque jamás pude sentirme segura, en confianza? ¿Qué cara haría si
le cuento que la ciudad se me llenó de miedo tras volante, que el tiempo parecía
el peor verdugo de las personas con carro? Cuánto detesté esa ciudad de la
rapidez sin sentido y de la amable exclamación que recibí aquel día cuando se
me apagó el carro en una loma: “¡Esta hijueputa tenía que ser mujer!”. ¡Cuánto
me hirió esa ciudad que después de un choque se preguntó primero por los daños
del carro y después por las personas! Medellín con corazón de lata.
Apunto la frase de
la bomba en una libreta sintiendo que alguien me observa. Dejo la frase a
medias y veo a una mujer joven de expresión cansada que me mira sosteniendo una
caja de confites. Busco dinero en el bolsillo pequeño de mi maleta y encuentro
un billete de cinco mil que pongo a su alcance. Ella me da los confites y me
entrega cuatro billetes de mil que juntos parecen conformar una bola de papeles
arrugados por un escritor furioso. Me pregunto si no hay un mensaje implícito
en esta devuelta, si el estado de los billetes fue algo intencionado, una burla
de la mujer hacia mí. Con asombro le sonrío y trato de desenredar los billetes. Al comprender que la tarea no será fácil abro el bolso y suelto los billetes
que caen como basura sobre la billetera.
Camino un poco
aturdida sumergiéndome en la 70 de los bares, de las señoras elegantes que
esconden los años con maquillaje y cirugías, en la 70 seductora que te
invita con cada paso a hacer algo: “Oye bonita”, “Baila Conmigo”, “Déjame que
te cuente”. Los letreros de los bares me hablan de tú, me invitan a entrar.
Coquetean conmigo.
Los postes me dicen
que me afilie a salud y pensión en letras mayúsculas como una advertencia menos
seductora, pero más fatal y definitiva. Los postes de la luz son gritos de
concreto. ¿Cuántos mensajes tendrán para
darme?
El azul del cielo
se oscurece un poco más. Me pregunto cómo podré describir este tono, si existirá
una palabra para separar este azul de otros cientos de azules. Allí debe entrar
la poesía -me digo- para nombrar lo innombrable, para acercarnos a la esencia
intangible de las cosas.
¿Y entonces cómo es
este azul? como la caricia fría del viento cuando miras hacia el mar, como la
sencillez de una flor que explota en mil colores desde el antejardín de una
casa. ¿Alguien tendrá tiempo para mirar al cielo en esta ciudad de pitos y
relojes?
Llego a un mall de comidas rápidas y decido
sentarme. Anoto en mi libreta las observaciones
del recorrido y alzo la mirada segundos después para concentrarme en la gente.
Pasa un hombre joven con un labrador cachorro que tira juguetonamente de la
cadena con la boca, mira a su amo con alegría, reclama su libertad sin sufrimiento. Convierte a la cadena en un juego, en un instrumento para
acercarse al corazón de su amo.
Después entra a la
escena un hombre con una cabeza de toro. Los cachos embisten a las
personas que caminan sobre la pasarela de concreto. Pero no hay tiempo para asustarse
con pequeñeces, con la excentricidad de un vendedor ambulante. Ni la imagen más
pintoresca puede combatir con el adormecimiento de una ciudad cansada de
trabajar, trabajar y trabajar.
Se me acerca una
señora que dice tener 84 años. Me implora que tenga compasión de ella. Entonces
encuentro una moneda de 500 y se la doy. Esto es la compasión para ti Medellín,
mi ciudad de miserias oscuras, de injusticias bajo tus cielos.
Pasa un señor con
un robot estampado en la camisa. Todas las personas caminan ante mí como si se
proyectara una película de mil protagonistas, casi todos sudan y clavan la
mirada varios pasos adelante. Siempre van para adelante. El objetivo de su
camino es el final. ¿Y quién mira hacia el cielo?
Pasa un señor con
dos barras metálicas que golpea intencionalmente anunciando que vende
encalambras a quinientos pesos, tal vez a mil. Quise preguntarle cuánto valía
un corrientazo, pero me dio miedo que me diera una muestra gratuita sin
habérsela pedido. ¡Tu vida mi ciudad, una relación amorosa con la muerte!
Cuatro policías
caminan en manada y se quedan mirándome. ¿Seré sospechosa de algo? ¿Estaré
maquinado un plan subversivo con mi libreta de apuntes? ¿Qué demonios es lo que
miro? ¿Querré asaltar a alguien del cajero?
Percibo que la
gente me mira con curiosidad. “¿Y ésta que hace ahí sola? ¿Qué anotará? ¿Qué
tenemos nosotros de raro?”. Los cachos del toro no sacan a nadie de la rutina, pero
la presencia observadora perturba, los actores de la obra miran hacia el
público y recuerdan que están actuando.
Me paro. Camino
hacia otro poste de la luz y leo un anuncio: “Mentalista y clarividente.
Salud-Dinero-Amor. Atraemos a ser amado, en horas dominado a sus pies.
Impotencia y frigidez. Experto en enfermedades desconocidas. Por la consulta
reclame completamente gratis secreto numerológico del dólar y el perfume del
amor. Teléfono 230 76 97”.
Trato de imaginar
cómo es la oficina del mentalista. La imagino roja y llena de humo. ¿Qué
historias se escribirán en ese lugar?
Miro un paradero de
buses. Sobre la pantalla publicitaria, al lado derecho de la caseta, se mueven
muchas burbujas hacia arriba como si miraras un vaso con gaseosa. Me siento efervescente.
Maltis, dice arriba de la pantalla. Asombrosos los avances de la publicidad
siempre arrancándote una mirada, dándote una sensación, invitándote a la
compra. Me siento burbujita de gas que corre entre el agua para llegar a la
cima, persigo mi aniquilación, la pérdida de mi identidad, el abrazo del aire
que anula las fronteras de mi cuerpo de burbuja.
Y sigue la 70 con
su música, con bares de reggaetón, salsa, vallenato y música de los años 60.
Sigue la 70 con su cantidad de hoteles: El Mediterráneo, Gaudí, Lukas, Laureles
70. Siguen abiertas las droguerías, las
panaderías, los restaurantes, el Éxito.
Continúo el camino.
Con cada paso estoy más cerca de la estación del metro. El andén se llena de
artesanos: veo collares, aretes, plumas, bolsos y zapatos. Un señor hace
figuras con un alambrito de metal. Tres jóvenes lo miran descubriendo la imagen
que desarrolla con destreza: una flor con cuerpo de lata.
Llego a una esquina
y me siento cansada. Pasaré la calle y desharé mis pasos hasta llegar a la
universidad. ¿En cuál esquina estoy? En la esquina donde un señor me dijo ¡Niña, la estaba esperando! (Hablándome
con la intención de venderme unos zapatos). Sí, esa es mi ciudad, una ciudad de
historias sin nomenclatura.
Paso la calle y me
pregunto por el tiempo. ¿Cuánto habrá pasado? ¿Llegaré tarde al punto de
encuentro con mis compañeros? Dejo atrás las discotecas, camino más rápido
sintiendo que en mi recorrido olvidé el conteo del segundero: uno, dos, tres,
cuatro hasta llegar a 60. ¿Cuántos minutos han pasado?
Sobre la calle
principal pasa un muchacho en patineta, llega a un punto de cruce entre cuatro
vías como si estuviera parado en el centro del signo más. Pero el peligro no lo
detiene y toma más impulso descargando su pie izquierdo con fuerza sobre la
calle y volviendo a montarlo en la patineta. ¡Esto es tenerse confianza! –pienso-
y los carros se detienen y los conductores pitan con rabia y el muchacho se ríe
de ellos dejándolos atrás. El muchacho ganó varios segundos y los conductores
los perdieron. Aman el tiempo, odian el tiempo. Sus corazones laten al ritmo
del reloj. ¿Para dónde van? ¿Quién los espera? ¿Quién les hace sentir que la
felicidad está varias cuadras más allá?
Llueve. Me caen
goteras en la cara. Miro a tres costeños que están sentados en un bar mirando
dos hojas con gráficos y cifras. ¿Les irá bien en el negocio? Uno de ellos
tiene el ceño arrugado y los otros lo miran en silencio. Sumas y restas de la
tristeza.
Atravieso San Juan
y veo en la esquina a un hombre sentado bajo un árbol. Una guitarra descansa
sobre sus piernas. Espera. Mira el reloj. Los carros circulan. Él mira con
esperanza a la gente que pasa, pero nadie lo mira a él. ¿Vendrá alguien a
buscarlo? ¿Cantará hoy para un grupo de amigos? Imagino que lo recogen en una camioneta,
él se monta con una sonrisa en la cara y llegan a una casa en Envigado. Allá se
baja y afina la guitarra. Se lanza al vacío de compartirse con cuatro
desconocidos. ¡Ojalá que no le pidan descuento por sus canciones! -me
digo- creyéndome la historia y sintiendo que de mi propia imaginación surgen
historias que toman independencia revelándose ante mí y ante mis deseos.
Camino y camino
cada vez más rápido. Sudo y la brisa me abraza, me cubre. Miro hacia el otro
lado de la calle y una odontología me dice que Sonría.
Ahora estoy mirando
La Tienda, un restaurante con
decoración recargada y campesina. En la entrada hay un letrero que haría gritar
a un profesor de español. Dice Vienbenidoz saltándose todas las reglas
ortográficas. Si entras allí es porque vas a olvidar la rigidez de tu vida, del
trabajo, de los horarios de oficina. Dos ejecutivos conversan en una de las
mesas exteriores y toman cerveza. Me
miran con curiosidad y se detienen en mi libreta de apuntes. Intuyo en sus
miradas que quieren invitarme a una cerveza entonces camino más rápido. No
quiero que me arrebaten esta soledad, este viaje sin distancia
hacia el silencio.
Me siento más
adelante junto a un árbol. Reviso el celular y está temprano. Respiro profundo
y me tranquilizo. No tengo afán.
Una mujer alta, esbelta,
de facciones delicadas camina de un lado a otro hablando por celular. Tiene las
piernas firmes y sensuales. Un dominio de los tacones que envidio. El cabello
recogido me hace pensar en las azafatas. Esta mujer hace volar a los hombres: ella es el viaje y el destino. Entonces me concentro, le bajo el
volumen a los pitos de los carros, al vallenato que resuena desde La Tienda y
voy hacia esa voz dulce y femenina. ¿Qué dice? Las palabras se confunden, giran
y giran como una hélice. Estoy mareada. Cuando quiero desistir, cuando me rindo
ante el deseo de escucharla, la ciudad se detiene. Medellín se vuelve silencio
y solo está ella que pronuncia las palabras mágicas: “Mueve tus influencias”
así le dice a quien la escucha. Imagino que es un hombre porque utiliza un
tono suave y agresivo, un silencio pícaro, una risa maliciosa.
Me paro y paso la
calle. Me sentaré en una silla y veré la brisa caer. Sentiré su caricia fría y
húmeda sobre la cara, sobre las manos, en la cabeza. Pasan pocas personas. Alzo
la mirada y el negro ya se ha apoderado de la ciudad. Cae la noche sobre
Medellín devorando todos los colores y las sombras. Me entrego a la muerte, a
la oscuridad que nos abraza y tranquiliza. Hoy no hay estrellas.
Incrementa la
lluvia. Miro hacia el teléfono público y veo al profesor escondiéndose de mí.
Utiliza el teléfono como una armadura. Vibra mi celular anunciando que alguien
me piensa lejos de este lugar o… ¿estará aquí? ¿Mirándome?
Ya no resisto la
lluvia ni la sed. Una vez más me paro y paso por el teléfono público, pero el
profesor ha desaparecido. Se lo tragó la bocina. La visión me llegó de repente
y lo vi allí parado frente al teléfono evaporándose, perdiendo su consistencia. Y de pronto su alma nadaba en una fuente de posibilidades, de relaciones
virtuales, de muchas ilusiones.
Llegué a la esquina
y me acerqué a una tienda. Algunas personas en las mesas tomaban café
y comían pasteles. Me acerqué al mostrador y no había nadie. Esperé unos
minutos y nadie apareció. ¡Cuántas cosas quieres venderme Medellín y ahora que
quiero comprarte te has ido!
Esta noche me
mostraste tus destrezas de publicista. Tú no vendes tratamientos odontológicos,
vendes sonrisas, tú no vendes gasolina, vendes confianza, tu gran cadena de
súper mercados se llama Éxito porque el éxito para ti es una cuestión de compra
y venta. Pero cuánto te quiero Medellín y tú lo sabes, porque todo lo que amo
siempre me lo das gratuito.
Veo a Juanda en una
pizzería con varios compañeros. Camino hacia ellos y me siento en la mesa.
Pasan los minutos y llegan más personas de la clase. ¿Regresará el profesor de
su sueño nocturno? ¿Se lo habrán robado las ilusiones, le habrán borrado el
camino?... No, parece que allí viene y con una sonrisa. Durante la conversación
que mantenemos con el grupo sobre el recorrido nos ha contado que le obsesionan
los teléfonos públicos y que su relato de la 70 tuvo ese punto de partida. Se preguntó por las historias que habían
pasado por el teléfono, por lo que pasó, lo que no pasó, lo que podría pasar y
lo que va a pasar ineludiblemente.
Aplaudí mucho
cuando terminó su relato y segundos después me encontré pensando en el enfoque
que tendría mi texto. ¿Cuándo lo escribiría? ¿Sería capaz de hacer algo
decente? Bueno Susana, por un momento concéntrate - me dije- Párate ya,
aguántate la sed y toma un bus que te deje en Sabaneta. Mira el cielo sin
estrellas de la noche y deja que este frío te arrebate los deseos, deja que tus
sueños se ahoguen bajo la lluvia, no insultes a la noche con tus sueños de
aire. Entrégate a la magia de esta ciudad que tanto te quiere. Sumérgete en la fantasía de esta
ciudad bajo el abismo, embriágate en la sordidez de sus miserias, nada entre los
pitos de sus afanes, róbale una sonrisa al que te mira y no mires más hacia el
suelo, no sudes más por hoy, regálale una mirada a ese cielo que nadie quiso
mirar en esta noche.